sábado, 28 de junio de 2008

Mamma Roma, Pasolini en bruto

La mirada reveladora

Ensayista y poeta, Pier Paolo Pasolini alcanzó la mayor notoriedad artística a través del cine. Tremendamente popular e influyente durante su tiempo, fue quizás el último intelectual italiano capaz de condicionar decisiones políticas, sociales y eclesiásticas. En sus películas viene a reflejarse tanto su contradictoria visión del mundo como su voluntad de escribir la realidad a través de la lengua del séptimo arte. «La vida entera, en el conjunto de sus acciones es -decía Pasolini- un cine natural y vivo: ella es lingüísticamente el equivalente oral en su momento natural y biológico». Por todo ello, un filme pos-neorrealista como Mamma Roma sólo puede entenderse como un relato visceral de un microcosmos bien conocido por el cineasta italiano. Efectivamente, Pasolini vivió varios años en los suburbios de Roma y en su filme se palpa el sentir proletario y pordiosero que tanto le fascinó. En la periferia fue donde encontró, también, el material de su exitosa primera novela, Ragazzi di Vita, que, años atrás, le había permitido acceder al cine como guionista. No por casualidad, fue él quien escribió para Federico Fellini la maravillosa Las noches de Cabiria (1956), antecedente directo de la película que nos ocupa.



Segundo trabajo cinematográfico de Pasolini tras Accattone (1961), Mamma Roma es un filme de espacios vivos y personajes fuertes. Dos son los intérpretes que aguantan el peso de la narración: Anna Magnani (en el papel de la prostituta del título) y Ettore Garolfe (que conserva su nombre pila y es el hijo adolescente de la protagonista). Y uno es el entorno que comparten, un barrio periférico que condiciona su modus vivendi. El relato —sustentado en el choque generacional y social— transcurre mayoritariamente en exteriores, a pie de calle. La Magnani es una mujer de acción que —tras liberarse de su proxeneta— confía aún en la ascensión social junto a un hijo al que apenas conoce. Y Ettore es un bala perdida que, pese a reencontrarse con su madre, no parece capaz de trabajar o estudiar. Ambos han emigrado a la Roma del desarrollismo urbano, pero son incapaces de escapar de un pasado en el campo que les persigue.

En esa incertidumbre vital se inmiscuye la mirada de Pasolini que nada tiene de altiva y condescendiente para con sus dos personajes. Sin abusar de las frases grandilocuentes ni del esperpento, su guión es senzillo y espontáneo. Y la distancia de la cámara —generalmente recurriendo a planos medios— es siempre la adecuada. Si bien, a veces, el director italiano usa recursos estéticos un tanto demodé —los tres ralentís muy reveladores—, el gran logro de la película es ser un ente vivo, casi en bruto. Las elipsis abruptas dan fuerza a la evolución narrativa y la constante presencia de extraños planos subjetivos —que convierten la mirada de los protagonistas en la del espectador— viene a capturar la inquietud de unos personajes atrapados en un entorno urbano amenazador. Si a todos esos elementos propios de un cineasta visceral y realista, les sumamos las referencias a lo sagrado —Ettore atado en posición crística— y a lo poético —el desnaturalizado y digresivo plano secuencia en el que «Mamma Roma» pasea por la oscuridad a través de sus recuerdos—, tendremos ya un universo fílmico muy definido.

Un universo aún deudor del neorrealismo, pero propio de un cineasta con discurso moral y estético. Un Pasolini capaz de cerrar su segunda película con una mirada aterradora de Anna Magnani que expresa como pocas una revelación trágica, una toma de conciencia del entorno social.

Texto publicado hoy en la sección de dvds de Cinearchivo

viernes, 27 de junio de 2008

Fritz Lang en América

Aprovechando que la filmoteca catalana está pasando un estupendo ciclo dedicado a la carrera del cineasta austríaco en Estados Unidos, cuelgo aquí una crítica de una de sus películas más infravaloradas, Encubridora. No está al nivel excelso de Perversidad, Furia o La mujer del cuadro, pero es un western más personal y atípico que Western Union o El retorno de Frank James. No os la perdáis, ahora ya se encuentra en dvd.

Un western "made in Lang"

No hay que esperar mucho en la trama para descubrir quién se esconde detrás de este western antiépico, cerrado y esencialmente psicológico. La huella de Fritz Lang, ese viejo lobo austríaco, se percibe ya en la primera secuencia de Encubridora que dialoga formalmente con el impresionante arranque de M, el vampiro de Düsseldorf (1932), primer filme sonoro del maestro vienés. Dos pistoleros se disponen a perpetrar un atraco y uno de ellos asesina a la joven que se encuentra dentro del banco. Tras el juego de miradas (y sombras) entre agresor y víctima, la cámara se dirige al exterior y el espectador sólo escucha un grito y un disparo. La violencia es, como en el primer secuestro del infanticida de Düsseldorf, en off y uno sólo puede intuir la presencia del mal que siempre permanece escondido. Además, en la escena, un niño inocente mientras juega enfrente del banco será pervertido también por el mundo adulto y se convertirá en testigo involuntario de lo ocurrido. Vern Haskell (impávido Arthur Kennedy) iniciará entonces la búsqueda del asesino de su futura esposa; un trayecto solitario en el que el mal yacerá en un pequeño rancho mejicano donde sólo parecen seguirse las leyes de su propietaria.

Aunque el western fue siempre uno de los géneros preferidos del Lang espectador («Poseen una ética muy simple y muy necesaria. Es una ética que no se señala mucho porque los críticos son demasiado sofisticados. Quieren ignorar que es necesario amar a una mujer realmente y luchar por ella», Cahiers du Cinéma, número 99), lo cierto es que, en Encubridora, el director austríaco descuida los arquetipos del Far West y se centra en las relaciones de los tres personajes. Mediante colores de textura apagada, sin filigranas visuales y con una economía narrativa propia de la serie B, la primera mitad de la película es sólo un prólogo un tanto reiterativo y rutinario para ubicar al espectador en el conflicto que implica al triángulo protagonista. Ni paisajes rocosos, ni persecuciones, ni diligencias, ni indios. Ni tan siquiera buenos o malos. Sólo individuos complejos, marcados por el amor, la venganza y la codicia.

Un trovador musical omnisciente como el de Algo pasa con Mary o Izo, pero invisible es el elemento más llamativo durante la búsqueda de Vern. Hasta el punto que las estrofas de sus canciones serán las que describan las acciones más relevantes del protagonista, un tipo tan tozudo como solitario que sólo se desviará (temporalmente) de su objetivo cuando conozca a la ya decadente cabaretera Altar Keane (Marlene Dietrich), amante del legendario forajido Frenchy (Mel Ferrer). El encuentro se producirá en el rancho regentado por Keane (El Ckuck-a-Luck del tema principal y el título que tenía previsto Lang para la película) donde se fraguará un conflicto generacional y pasional entre Mel Ferrer, Kennedy y Marlene Dietrich. La magnífica escena en la que Altar cantará Get Away, Young Men será ejemplar en este sentido. La letra de la canción y el trasnochado vestido de la cabaretera evidenciarán que el tiempo ha pasado para ella y para Frenchy. Pero su aureola mítica fascinará aún a un vaquero tradicional como Vern que, por unos instantes, volverá a sonreír. Aunque el descubrimiento de una joya que pertenecía a la prometida del protagonista romperá la burbuja y Vern volverá a sus andadas, sospechando de todos los forajidos.


La obcecación vengativa del protagonista no será, sin embargo, premiada por Lang. Vern tiene sus razones y su comportamiento es comprensible, pero su lealtad no garantiza soluciones sencillas ni tranquilizadoras. En los años 50, las seguridades del western clásico ya habían dado paso a las dudas de un género casi crepuscular al que el director austríaco se acerca desde la distancia de quien conoce (y se cuestiona) sus mecanismos. Así, el vaquero como los falsos culpables, los viudos atraídos por jóvenes, los gángsters o las femmes fatales de otros filmes de Lang no es un personaje impoluto y se enfrenta a los mismos conflictos que todo ser humano. No es un héroe, sino un ciudadano de a pie superado por las circunstancias. Y en sus gestos se percibe el miedo de quien ya no tiene donde agarrarse. Ni tan siquiera en el amor de Altar Keane, una Dietrich contagiosa que, sin embargo, evidencia en su interpretación la fugacidad de la juventud y, a la postre, de las estrellas de cine.

Encubridora no es, pese a sus momentos brillantes y su conseguido tono áspero, una obra maestra, pero sí un trabajo significativo de las tensiones de su tiempo y, a su vez, una demostración de talento ante la ausencia de recursos económicos. Por ello y por el excelente trabajo con los personajes/actores merece un lugar privilegiado en la brillante trayectoría americana de Fritz Lang.

Texto publicado originalmente en la sección de dvds de Cinearchivo

martes, 24 de junio de 2008

Las heridas de Wonderful Town

Dejar la vida (y el cine) pasar

Captar lo imperceptible. Hacer visible lo invisible. Invocar a los fantasmas de una tragedia no suturada. Aditya Assarat intenta
en su acercamiento a los restos morales del tsunami que asoló Tailandia en 2004— ir incluso más allá del célebre díptico neorrelista que conforman Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) y Alemania año cero (Germania, anno cero, 1947). No trata sólo de registrar las inmediatas consecuencias de la catástrofe —como en aquellos magníficos filmes de Roberto Rossellini— sino que pretende desvelar lo que queda de ella unos años después. Por tanto, cuando el cineasta llega al lugar de los hechos —a través de la figura del protagonista de la ficción, un arquitecto de Bangkok que construye un hotel en la pequeña aldea tailandesa de Takua Pa— nada descubre apenas de los daños materiales causados por el desastre natural. El tsunami parece no haber existido nunca y la belleza del entorno remoto invita a una contemplación inexistente en la desoladora Berlin de posguerra. El agua y la vegetación esconden, sin embargo, unas heridas que se irán descicatrizando durante una estancia que poco tendrá de apacible.
Ton —así se llama el arquitecto que se instala en Takua Pa— se enamorará de Na, una aldeana que regenta un hotel sin apenas clientes. Su encuentro será perfectamente capturado por la pudorosa cámara de Assarat. Con sutileza y sin sobresaltos, el director filmará la distancia existente entre el extraño y los supervivientes de un presunto pueblo maravilloso que se niega a ver más allá de su desgracia. A Na le costará —como a sus conciudadanos— aceptar que su felicidad es aún posible y que ya no se debe sentir culpable por estar viva. Tras las dudas, encontrará en Ton un motivo por el que vivir y el filme se convertirá entonces en una love story fresca, relajada. Quizás homenajeando a los hipnóticos paseos en moto de Goodbye South, Goodbye (Nan guo zai jan, nan guo, Hou Hsiao Hsien, 1996), Assarat desprenderá naturalidad y belleza en los cotidianos encuentros de dos personajes que, por momentos, vislumbrarán una vía de escape a sus problemas.

El peso del lugar, sin embargo, acabará afectando a la nueva pareja y el filme mutará sutilmente de género. Los últimos minutos concretarán todo lo que se ha ido sugiriendo durante el metraje y descubrirán al espectador la gravedad de lo sucedido años atrás. Hasta ese momento —que conviene no desvelar— el tono del filme será similar al de muchas otras películas de autor que recientemente nos llegan de oriente. Planos largos, cámara estática, ausencia casi total de música extradiegética, personajes escasamente expresivos y gusto por los encuadres antes que por las palabras. Elementos que Assarat —en su ópera prima en solitariose apropia con rigor estilístico, pero sin desprender apenas la emoción que la historia pedía. En su retrato de la rutina —la hotelera cumpliendo obsesivamente sus labores— no alcanza la precisión métrica de un Tsai Ming Liang y en sus planos espaciales —las olas del mar, un edificio en ruinas, el bosque— se acerca más a las postales turísticas que a los entornos misteriosos de un Jia Zhang-Ke. No por ello su propuesta es del todo desdeñable. La historia de amor —como decíamos anteriormente— se desarrolla al ritmo y a la distancia adecuadas, y el giro final aporta una idea muy sugerente y atrevida sobre el estancamiento de un pueblo tan cerrado que casi merece lo que le sucede.


El miedo al “forastero” de algunos personajes de la aldea viene a confirmar, además, el planteamiento universal de una historia que más allá de algunos aspectos culturales— bien podría haberse desarrollado en casi cualquier otro lugar del planeta (sin ir más lejos, los punteos guitarrísticos de la banda sonora remiten inequívocamente a los pueblos de esa América profunda ya adherida en el imaginario cinéfilo). Este aspecto global facilita la comprensión narrativa de Wonderful Town por todo tipo de espectadores, pero limita considerablemente las posibilidades documentales de un filme que, a la postre, no consigue registrar plenamente un tiempo y un lugar. Si a ese déficit le sumamos el inadecuado ensimismamiento adoptado por Assarat tras los primeros encuentros amorosos de la pareja, el resultado es una obra que no llega tan lejos como sus intenciones. Quizás porque al (buen) director tailandés le sucede algo parecido que a Na, el personaje de la hotelera que —en uno de los diálogos más significativos con su compañero Ton— asegura que en la aldea de Takua Pa es imposible aburrirse o entristecerse porque “siempre hay cosas que hacer”. Aunque sea dejando la vida pasar u —como le sucede al cineasta— olvidando las posibilidades de un espacio y una historia que bien podían haber quedado como testimonio definitivo de un desastre natural (y humano) que ya empezamos a olvidar.

Texto publicado hoy en Miradas de Cine

miércoles, 18 de junio de 2008

Tsai, Api y Ishii

Recuperando el espíritu de la última edición del Baff, os dejo aquí las crúiticas que he publicado recientemente en Cinearchivo de tres de las mejores películas de la historia del festival. Los filmes son Syndromes and a Century de Apichatpong (Api) Weerasethakul, Goodbye Dragon Inn de Tsai Ming Liang y The Taste of Tea de Katsuhito Ishii. Desde hace unas pocas semanas, además, los tres títulos -junto con Shara, Love Will Tear us apart y After Life- se pueden adquirir en el estupendo pack de dvds editado por Avalon pata celebrar el décimo aniversario del certamen.

Goodbye Dragon Inn

Desde Sunset Boulevard (1950) hasta Naturaleza Muerta (2006), el cine ha reflejado siempre una actitud elegíaca ante un pasado mítico de estirpe colectiva o individual; un pasado que inexorablemente se descompone en un presente en el que sólo quedan los restos de lo que un día fueron un lugar relevante o un rostro joven. En Goodbye Dragon Inn (Bu San, 2003) Tsai Ming-Liang se adhiere a esta genealogía del lamento. Su película, sin embargo, va más allá de lo melancólico. El motivo de su existencia es la desaparición del propio medio que le da vida. El cine —entendido como el gran arte popular y social del siglo XX— está a punto de desaparecer y la sala en la que se proyecta por última vez un filme emblemático de King Hu —el Dragon Inn (Long men ke zhen, 1966) del título— es un escenario decrépito, desposeído ya del vigor de antaño. Tsai filma todo lo que acontece en la postrera sesión del cine de su barrio, todo lo que queda de aquel lugar en el que descubrió los fotogramas en movimiento durante su infancia —como queda de manifiesto en su capítulo autobiográfico para el filme colectivo Chacun son cinéma (2007)—. Lo suyo no es, pese a lo dicho, un registro únicamente documental. Es sobre todo una ficción contemplativa e independiente más allá del subtema —el cierre de la(s) sala(s)— que captura de forma emblemática.

En los últimos años, Tsai se ha convertido en una de las figuras claves de la contemporaneidad. Su obra es un todo íntimo y riguroso. Un work in progress de símbolos ambiguos (las sandías o el agua), personajes omnipresentes (el actor Lee Kang Sheng en su rol de Hsiao-Kang), encuadres distantes e inamovibles y temas recurrentes (el misterio, el deseo, la incomunicación, el absurdo, el sexo). Describir sus películas es tan difícil como descifrarlas plenamente. Hay siempre algo de vivo, de escurridizo, que también está presente en esta Goodbye Dragon Inn, un filme en el que Tsai se aleja ligeramente del estudio de cuerpos y se centra en el estudio de un espacio que iremos conociendo a través de los pocos personajes que por allí deambulan. Unos fantasmas que recorren penosamente (y en la oscuridad) esta Arcadia taiwanesa en busca de sexo, de amor o de un recuerdo de juventud. La luz sólo llega a través de la pantalla, pero después de todo aún hay la posibilidad de un pequeño destello, un encuentro mínimo que sólo se podrá concretar fuera ya de una sala vacía, congelada en la memoria cinéfila en un icónico plano fijo. Los relatos cinematográficos se desplazan y ya no son tan públicos como antaño. Pero siguen existiendo. Aunque sea en una privacidad que Tsai ha capturado en su filmografía como pocos.

The Taste of tea

He aquí un OVNI, una joya desaforada y sin posible etiquetaje. Ni tan siquiera en Japón. Se llama The Taste of Tea y —aunque su título nos haga pensar en ello— poco tiene que ver con los clásicos deYasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi. Aquí los referentes son otros. Si bien la familia sigue siendo el núcleo desde el que hilvanar la narración, las fugas oníricas, los fragmentos musicales y las peculiares relaciones paterno-filiales rompen constantemente las expectativas del espectador. Estamos en la lógica del anime, del manga. Los protagonistas son actores de carne y hueso, pero tienen el alma dibujada. Se parecen —por poner un ejemplo conocido por estos lares— a los personajes de una serie como Ranma ½. Cada uno con sus manías, con sus excentricidades. Está un abuelo senil que otrora fue ilustrador, una madre animadora (de dibujos televisivos, se entiende), un padre psicoterapeuta hipnotizador, un tío técnico de sonido (un Tadanobu Asano en otro papel vinculado con la música), una niña de seis años que ve una réplica suya gigante y un adolescente solitario y enamoradizo. Alrededor de ellos —y de un enjambre de secundarios encantadores—, el filme construye una serie de sketches y mini-historias que acaban configurando un mapa emocional pop y cercano a la felicidad.

La tristeza apenas se deja ver en un guión ambicioso y excesivo en el que escenas de animación y performances en el metro se enlazan sin lógica de continuidad. La trama es tan ligera como veraniega. No hay elementos excesivamente graves —aunque el único punto realmente dramático está muy bien llevado— y cuando uno acepta el juego fantástico-digresivo de la película se siente como en casa. A veces, al director —el imaginativo Katsuhiro Ishii, responsable de la deslumbrante secuencia de animación de Kill Bill— se le va la mano y abusa de secuencias preciosistas y subtramas innecesarias. Pero su osadía es tal que uno le perdona los defectos y asume que ante una propuesta tan extravagante la búsqueda de la perfección narrativa no es lo esencial.

De colores brillantes y deliberadamente naif, se puede acusar a The Taste of Tea de «infantil y dulzona» —así se despachó la película en el Festival de Cannes—, pero se estará cometiendo una injusticia con una obra arriesgada que no pone límites a la imaginación. Empezando por la lograda atmósfera de duermevela que transpira la película, son muchos los aspectos visuales y sonoros que invitan al goce plástico. La cadencia sutil de los planos secuencia, el gusto por la naturaleza (el clima, los amaneceres, el viento) o el constante devenir de los trenes forman parte de un microcosmos apacible, confortable. Un entorno mágico que va más allá de las irregularidades de la narración y se apodera de nosotros, arrastrándonos a un estado entre la lisergia y la ingenuidad durante todo el metraje. Sólo por eso, ya merecería la pena inmiscuirse en la propuesta de Ishii. Lástima que los efectos de tan arrebatadora siesta fílmica no duren para siempre. Con más películas placenteras como esta, el ajetreo diario ya no lo sería tanto.

Syndromes and a Century

El cine de Apichatpong Weerasethakul tiene algo de esencial, de primitivo. Sus películas capturan estados emocionales y desprenden un misterio por las imágenes que escasea en la contemporaneidad. Quizás sus relatos sean ingenuos, aletargados y subyugantes al mismo tiempo. Pero siempre resultan reveladores en su pureza, en la mirada limpia que su creador consigue imprimir en ellos. En Syndromes and a Century —al igual que en los anteriores trabajos del realizador tailandés— uno tiene la sensación de acercarse al cine por primera vez; de contemplar un mundo que fluye desprovisto de la contaminación audiovisual.

Fragmentada en dos partes que dialogan entre sí, la película sigue el mismo terreno explorado en Blisfully Yours y Tropical Malady. En la primera, Weerasethakul reflexionaba entorno a su visión del cine, en la segunda pensaba en su sexualidad y aquíse enfrenta a la figura de sus padres. Lo personal, sin embargo, queda de nuevo alejado de la superfície y es al espectador al que le toca completar el relato a través de sus propias experiencias. Por mucho que uno conozca los orígenes conceptuales de Syndromes and a Century —según los cuales la etapa en el campo está dedicada a la madre del director y la de la ciudad a su padre—, no le serán muy útiles para acercarse a un filme que tiene más de experiencia sensorial que de narración convencional.

El evidente juego conceptual con la representación entre los dos episodios de la película —en ocasiones, se repiten idénticas conversaciones con distintos puntos de vista— nos transporta a una sala de espejos en la que se reflejan tanto las transformaciones sociológicas de Tailandia como las dualidades del individuo, los recuerdos del propio director o los destellos místicos de una tierra y de unos personajes difusos. No hay nada de impostado en toda esta amalgama de conceptos que Weerasethakul sabe transmitir sin caer en la rigidez formal. La sorprendente presencia del sentido del humor, los guiños populares y las constantes reminiscencias al relato oral ayudan, además, a dar calidez a una concatenación de encuadres sugerentes en los que el cineasta huye —según sus propias palabras— «de la violencia, el odio, los celos, los conflictos o las armas».

Del montaje de los varios cuadros vivos capturados surge, a la postre, un filme bicéfalo y circular. En el tramo maternal, un sutil movimiento de cámara hacia el exterior nos acerca a la inmensidad de la naturaleza registrada en un plano fijo. En la pantalla aparecen los títulos de crédito iniciales y resuenan los ecos de una conversación trivial, pero la presencia de la selva gana la partida y marca el tono a seguir durante la primera mitad del metraje. Desde entonces, el bosque se deja escuchar a través de la banda sonora y aparece constantemente por las ventanas. Forma parte (y condiciona) la vida de unos personajes que, evidentemente, parecen otros en el tramo paternal ubicado en la ciudad.

En este segundo episodio, el cineasta tailandés se muestra fascinado por enigmáticas estatuas urbanas, por las constantes figuras en movimiento (grupos de gente practicando ejercicio y deambulando) y por todo tipo de artilugios médicos —recordemos que la película transcurre en dos hospitales— que configuran un nuevo paisaje tan o más misterioso que el anterior. Acorde con el nuevo entorno, la cámara de Weerasethakul se aleja de los encuadres fijos y empieza a inmiscuirse por los pasillos. Al final, tras descubrir lugares recónditos, llega a una sala de objetos fantasmales de la que sólo puede salir a través de una tubería. Un agujero temporal que la transporta a un parque apacible en el que los dos espacios del filme (campo/ciudad) conviven en armonía. Un par de ciclos vitales parecen haberse fusionado y uno nuevo está al llegar (¿el de la pareja protagonista que ya piensa en cambiar de hogar? ¿el del propio cineasta que es fruto del carácter urbano de su padre y natural de su madre?). La misma historia se repite siempre igual, siempre diferente.

martes, 17 de junio de 2008

El incidente y la extrañeza

Shyamalan ha vuelto. Y lo ha hecho con otra campaña mediática de esas que dejan confundido al personal, pero que permiten una buena recaudación el primer fin de semana. Su nueva película, El incidente, no es ni mucho menos un filme catastrofista al uso. Al menos al uso del Siglo XXI. Las referencias son -como en la, por momentos estupenda, La guerra de los mundos de Spielberg- la serie B de los 40 y 50 y el cine de Hitchcock. En este caso, la reescritura (la palabreja de moda este año) de modelos ya clásicos nos permite acercarnos a un título en el que -mientras resuenan las conspiraciones comunistas del pasado- palpamos los miedos terroristas del presente.

La familia -como en toda la obra del hindú- es el eje sobre el que gira un entramado argumental un tanto inverosímil y risible que no empeña la buena labor del cineasta a todos los niveles formales. El plano secuencia en el parque, la constante amenaza del viento -que se integra en el perfecto score de Newton Howard- o la calculada suspensión dramática dan buena cuenta del talento de un director que había naufragado en la descompensada y autoparódica La joven del agua.

Retomando ahora el tono de El Bosque -su mejor película-, ha conseguido capturar un estado de extrañeza que traspasa la pantalla y afecta al espectador. ¿A qué se deben las confesiones matrimononiales de la pareja en medio de la catástrofe? ¿Por qué todo sucede en el fuera de campo? ¿Son las interpretaciones malas o voluntariamente inverosímiles? ¿Es un espacio onírico la model house que visitan los personajes? ¿Es posible tomarse en serio a Mark Whalberg hablando con una planta? Todas estas preguntas y muchas más quedan en el aire tras ver El incidente, un filme suicida no sólo a nivel argumental. Un título con el que Shyamalan demuestra ser un autor minimalista y con discurso en plena industria Hollywoodense. Pese a las flaquezas de guión.

domingo, 15 de junio de 2008

Encarnación, un filme sin atención mediática



Sin que apenas no demos cuenta, en la cartelera de Barcelona y Madrid suelen aparecer semana tras semana propuestas sugerentes y (presuntamente) minoritarias que sin alzar la voz aportan más que la mayoría de títulos promocionados a múltiples niveles. No duran demasiado en cartel, pero bien merecen una visita en sus escasos pases. Este viernes se estrenó la última película de Catherine Breillat y se recuperó Madre e Hijo de Sokurov. La semana pasada llegó Encarnación, estupendo filme visto en la Sección Oficial de San Sebastián.

A medio camino entre Lucrecia Martel y François Ozon, la cineasta argentina Anahí Berneri vuelve a salir airosa tras el éxito crítico de su ópera prima,
Un año sin amor. Esta vez, su objetivo es capturar cuerpos y silencios. Y lo consigue narrando en bellos encuadres el sosegado retorno de una vedette venida a menos a su pueblo natal. El choque de mentalidades con la familia que la desprecia y el reencuentro con su pasado son los temas subyacentes. Pero el interés está más bien en la forma en que la protagonista, que nunca ha llegado a ser la gran actriz que esperaba ser, intenta reafirmarse como mujer ante la evidencia que ha envejecido y que ya no puede aspirar a otra cosa que a salir en anuncios de bajo coste. Su cuerpo y su rostro -el de la magnífica Silvia Pérez que, no casualmente, también es en la realidad una actriz de éxito casi olvidada en su país- que intenta rehacer mentalmente su vida pasando unos días en un bungalow, en las afueras de su pueblo pero alejada de la casa familiar y de los posibles reproches. Allí intenta recuperar su sexualidad, pero también recibe las visitas de su joven sobrina, la única pariente por la que siente aprecio, pero también la única rival en sus intenciones. La aparición de este nuevo cuerpo dispara un sugerente choque generacional que, por momentos, recuerda al de Ludivine Sagnier y Charlotte Rampling en Swimming Pool. La sangre no llega al río, pero en los rasgos envejecidos, en los silencios y en las miradas de la protagonista, uno descubre el valor de quien ha aceptado su nueva situación personal sin renunciar a las ganas de vivir. Por mucho que la juventud acapare el protagonismo, el viaje ha abierto nuevos caminos una vedette que no se arrepiente de lo vivido.

viernes, 13 de junio de 2008

Aoyama, genio japonés

Shinji Aoyama es uno de los cineastas más sugerentes de la escena contemporánea. Sin alcanzar las cotas de brillantez de otros coetáneos nipones (pienso en Kiyoshi Kurosawa y Naomi Kawase), su obra es la de un autor completamente imprevisible y atípico. Desarraigo vital, abstracción musical, sonidos lynchianos, mezcolanza de géneros...Las aguas pantanosas en las que fluyen sus películas no siempre llegan a buen puerto, pero nos arrastran a un feliz estado entre la hipnosis y la extrañeza.

Quizás Sad Vacation (vista en el BAFF) sea una pequeña decepción tras la estimable Crickets, pero sigue mostrándonos a un director juguetón y desmesurado. Un pequeño genio responsable de dos filmes extraordinarios, Eureka y Eli Eli Lema Sabachtani?. De este último -una suerte de fábula de ciencia ficción ruidista-os dejo un texto que publiqué en el especial de cine y música para Miradas de Cine.

Eli Eli Lema Sabachtani? (Shinji Aoyama, 2005)

Paisajes sonoros

1. Introducción

Mirar en vez de ver. Ése es quizás el mayor cambio que el espectador de cine clásico tuvo que experimentar ante la llegada de la modernidad. Escuchar en vez de oír. Ése el esfuerzo que Shinji Aoyama nos pide al afrontar cada una de sus películas. Eli Eli Lema Sabachtani? (Eri Eri rema sabakutani, 2005) es, hasta ahora, su trabajo cumbre en este sentido. Porque es el filme en el que el director japonés lleva más lejos su obsesión por el sonido. Hasta el punto de crear una pieza de orfebrería extrema en la que son las resonancias, la música y las distorsiones las que da sentido a las (bellísimas) imágenes.

En Eureka (Yurîka, 2000), la obra maestra de Aoyama, el preciso trabajo con los sonidos ambientales ya era muy llamativo. Pisadas, insectos, automóviles...todo el entorno parecía engullir al protagonista y ubicaba al espectador en un universo hipnótico. Lo mismo sucedía parcialmente en filmes pequeños como Crickets (Kôrogi, 2006) o Mike Yokohama: A Forest with No Name (Shiritsu tantei Hama Maiku: Namae no nai mori, 2002). Trabajos en los que los ruidos también condicionaban considerablemente las acciones de los personajes —en la primera, el revelador mundo acústico permitía orientarse a un anciano ciego; en la segunda, los enigmáticos sonidos del bosque afectaban a un detective perturbado por una secta—. Aunque, en ningún caso, estas películas conseguían el efecto que produce Eli Eli Lema Sabachtani?, un filme-oasis en el que Aoyama da rienda suelta a las fugas narrativas y a la abstracción, convirtiendo su pasión por la música en el eje central de la película.

2. Proceso

Los protagonistas del filme son, precisamente, dos músicos. Ambos conforman un dúo de rock ruidista que arrasa entre la juventud japonesa y que, al parecer, consigue frenar la enfermedad que está acabando con la población de todo el mundo. El apocalipsis se acerca por la inexplicable extensión del síndrome de Lemming —que se instala en el sistema nervioso y provoca el suicidio de quien lo padece—, pero Mizui (Tadanobu Asano) y Asahara (Masaya Nakahara) siguen adelante con su búsqueda de nuevos sonidos en un entorno áspero y en plena desintegración. Su labor es la de unos Einstürzende Neubauten posmodernos. Si el grupo alemán supo descubrir melodías inauditas en los restos industriales del Berlin de los 80, este par de japoneses encuentran instrumentos entre los objetos desechables de un decadente futuro inmediato (la película se ubica en el 2015). Mangueras, hortalizas, barajas de cartas, ventiladores,...todo sirve para configurar sinfonías que den sentido a unas vidas sin futuro.

El meticuloso proceso creativo de ambos es tanto el leit-motiv de su existencia como el de la primera mitad de la película. Dejándonos llevar por una evocadora melodía clásica de Hiroyuki Nagashima, seguimos a Mizui y Asahara en su devenir por bellos paisajes deshabitados y descubrimos que incluso en las situaciones más extremas es posible encontrar la belleza. Las grandes composiciones musicales, sin embargo, no surgen de la nada. Requieren un ensayo, una mezcla, un esfuerzo. Y eso es lo que Aoyama nos muestra en la magnífica secuencia en el estudio de grabación. Aislados del mundo, sin apenas preocuparse por la presencia de la muerte, los dos músicos se toman su tiempo e improvisan con un ordenador que permite dar rienda suelta a su imaginación. Entonces, la cámara, con un largo plano fijo-detalle, se centra en lo que parece ser una anacrónica tabla de mezclas y Mizui empieza a crear con sus manos. Juega con los botones, amplia los sonidos y con un arco de violín saca provecho a una cuerda tensada. El resultado, tras varios minutos, es fascinante y, de repente, despierta la comprensión del espectador hacia unos personajes arrastrados por el irrefrenable poder de la música. El gran momento sirve también a nivel temático. Porque permite escenificar a Aoyama el segundo gran planteamiento de su pelícua, aquél que versa sobre la misteriosa capacidad del arte para transformar a las personas.

3. Salvación

Que la música puede salvar vidas es algo que algunos ingenuos seguimos pensando. Aunque ya en la época de la mitología clásica, Orfeo pretendió rescatar a Eurídice del inframundo mediante canciones tristes. En Eli Eli Lema Sabachtani?, los protagonistas gozan de su búsqueda musical, pero no confían demasiado en su presunta condición mesiánica. Sin embargo, la llegada de Hana (Aoi Miyazaki), la nieta de un millonario afectada por el síndrome, cambiará la opinión de Mizui, desamparado tras la dolorosa muerte de su único amigo. El encuentro de la joven con el compositor será el de la escéptica con el convertido. La fe en la música, sin embargo, acabará alcanzando a Hana que, tras un ritual catártico, creerá también en la fuerza del arte. Vendada de ojos y guiada sólo por sus oídos, la paciente será golpeada por la brutal interpretación de su sanador. La potencia de una desfasada guitarra eléctrica —en perfecta comunión con los sonidos del paisaje— será suficiente para obrar el milagro. Y la joven, más que curada, se sentirá liberada de sus miserias, agradecida por ser capaz de volver a disfrutar de la vida.

Esta ceremonia purificadora —que el director muestra en una secuencia videoclipera un tanto afectada y pretenciosa— tiene algo de esencial, de primigenia. Preciso analista de la sociedad japonesa, Aoyama parece pedir al espectador un cambio de actitud, un despertar del sueño del conformismo y el bienestar. Las disputas humanas, las preocupaciones mundanas o la constante insatisfacción vital nos han llevado a un callejón sin salida. Y sólo volviendo al origen —nos sugiere el cineasta— podemos reencontrarnos con nosotros mismos. Ya en la búsqueda de los dos músicos —que ansían registrar la sinfonía fascinante del mar, igualar los sonidos de la naturaleza— hay algo de esta añoranza del paraíso perdido. Una nostalgia que otros directores como Terrence Malick (El Nuevo Mundo) o Thomas Bangalter y Guy-Manuel De Homem-Christo (Electroma) también parecen sentir.

Desconocemos plenamente las intenciones de Aoyama, pero sí percibimos que tras las sonidos de Eli Eli Lema Sabachtani? hay una reflexión profunda que plantea preguntas y abre caminos. ¿Son el existencialismo y el panteísmo respuestas válidas ante la alienación social? Tampoco lo sabemos, pero, no por ello, afrontar el cine de este director japonés nos deja de parecer una experiencia sugerente, tan gozosa y abstracta como una melodía que susurra nuestros oídos y nos cambia para siempre.

Bienvenida

Hola a todos,

Nunca me han interesado demasiado las presentaciones. Pero dado que entrar al trapo sin saludar es de mala educación, empezaré diciendo que esto va ser un blog dedicado casi exclusivamente al cine en el que (por ahora) evitaré entrar en las confesiones privadas que pueblan otros lugares del ciberespacio.

En parte, La taberna del cinéfilo pretende ser un archivador público en el que ordenar y clasificar los artículos que un servidor tiene colgados por la red. Pero el objetivo es también abrir el debate con lectores y bloggers, incorporar noticias, breves crónicas de festivales, apuntes musicales y todo lo que vaya surgiendo.

Espero que disfrutéis y que este espacio consiga cumplir las expectativas que yo he puesto en él.

Un abrazo,
Carles