viernes, 25 de julio de 2008

Nostalgia (Sehnsucht): el deseo en fotogramas

Deseo. Ésa sería la traducción más precisa del título de Nostalgia en alemán (Sehnsucht) y el sustantivo que mejor define el tono sugerente de esta película. Premiada por el jurado oficial y por la crítica en el Festival de Gijón (2006), Nostalgia es una obra pequeña, austera y subyugante. Uno de aquellos títulos que pasan sin pena ni gloria por las carteleras españolas, pero que bien merecen una oportunidad. De textura hiperrealista y con una planificación que exprime los rostros de los personajes, Valeska Grisebach consigue -en su segundo trabajo tras la inétida Mein Stern- imprimir una mirada fresca y abierta a una historia mil veces contada. Sus referentes formales pueden resultar evidentes para el cinéfilo avezado: Michael Haneke, Lodge Kerrigan y los hermanos Dardenne. Pero eso no resta personalidad a una propuesta que sabe aprovechar sus escasos recursos y que -a diferencia de otros filmes de corte similar- no mira por encima del hombro al espectador y a los personajes.

Uno es el cuerpo que despierta las atracciones de las dos féminas de la película: el del actor Andreas Müller, Markus en la ficción. Él está casado con Ella (Ilka Welz) y tiene un hijo. Son felices, pero algo empieza a quebrarse con un extraño sucidio. Desde ese momento -justo al inicio del filme- la directora ya empieza a hacer uso del que será el recurso más relevante de Nostalgia: la elipsis. Un mecanismo muy bien aprovechado que se repitirá en el genial giro final del filme y en la que -a mi modo de ver- es la secuencia clave del relato, aquella en la que tras una borracherra y una escena de sexo elididas se despierta el deseo del protagonista por Rose (Anett Dornbusch), la amante que completa el triángulo amoroso y sexual.

Subministrando sólo la información esencial al espectador, Grisebach va más allá del retrato de una cierta rutina (los tiempos muertos, la jornada laboral) y enfoca su mayor interés en las emociones que surgen del contacto físico entre los tres estupendos intérpretes. La cámara filma, sin inhibiciones, rostros y cuerpos en movimiento y consigue capturar la atracción de los personajes. Éstos se necesitan mútuamente y sólo hablan para verbalizar su deseo por el otro. A veces, sin embargo, se encuentran solos. Y para demostrarlo, la directora nos reserva un par de secuencias brillantes; aquella en la que Markus baila, absorto y desinhibido, al son de “Feel” de Robbie Williams y aquella en la que Ella rompe a llorar mientras ensaya con el coro de la parroquia. Dos instantes, bajo un fondo musical y sin apenas palabras, que nos desvelan un estado emocional sin necesidad de fatigosas explicaciones.


Tras un par de golpes dolorosos, la brevísima película (de apenas ochenta minutos sin los títulos de crédito) llega a su fin con un sorprendente diálogo autoreflexivo que nos obliga a replantearnos todo lo que hemos visto. Quizás el deseo y la muerte no estén tan lejos. Quizás la realidad y el mito no estén tan alejadas.

El texto podrá leerse este fin de semana en la sección de dvds de Cinearchivo

La viuda alegre: ¿Un Lubitsch menor?

Último musical dirigido por Ernst Lubitsch (1), La viuda alegre es un filme que cumple todos los estándares del género y que, a su vez, los supera. Si bien, en un principio, la narración en nada se distingue de la de otros tantos títulos protagonizados por el carismático Maurice Chevalier, pronto descubrimos la mano maestra del cineasta alemán que consigue llevarse sutilmente la película a su terreno. El sugerente equívoco adúltero tras la puerta en el palacio del rey de Marshovia indica ya la línea que seguirán los mejores momentos de una obra -por momentos, delirante- que se despide con una secuencia deliciosa en la cárcel, digna del responsable de dos High Comedies maestras y hedónicas, Un ladrón en la alcoba y Una mujer para dos.

La relevancia de los espacios aristocráticos (y de las estancias ocultas que hay en ellos) queda bien definida con la recreación de la mansión en la que vive Sonia, la riquísima viuda del título. Los blancos de la vivienda parecen engullir a la dama vestida de negro, condenada a llevar el luto atrapada por su opulencia. Una opulencia a la que renunciará en una escapada a París, asumiendo una nueva identidad. Sonia será, por una noche, Fifi; una cabaretera más en el burdel Maxim’s. Un lugar en el que, tras un sofisticado juego de apariencias, se reencontrará con el amor. El impacto emocional no tendrá, sin embargo, nada de romántico. Será más bien producto de una seducción superficial, de un engaño afectivo revestido de una triste fugacidad. Pues, en buena parte del cine de Lubitsch (no tanto en el tono general de esta refrescante La viuda alegre), los instantes felices nunca esconden su propia condición frágil y caduca.

Las grandes damas se toman la vida demasiado en serio”, se queja el capitán Danilo en un momento de la película. Y el cineasta berlinés asume la premisa de su protagonista y dirige su filme como lo que en realidad es, una divertida y ligera adaptación de la opereta de Franz Lehar. Eso no quita -como decíamos anteriormente- ni la elegancia ni la sofisticación del director (cfr. el primer encuentro con el embajador, el flirteo de la pareja en off dictado en un telegrama) que incorpora las canciones en la narración y saca provecho visual de los muchos gags incluidos en el inspirado guión, firmado por dos de sus más estrechos colaboradores, Samson Raphaelson y Ernest Vajda.


La guinda del apetitoso pastel llega con el último número musical, un vals digresivo y casi abstracto -ideado por la coreógrafa Albertina Rash- que, por unos momentos, convierte el filme de Lubitsch en un trabajo de Busby Berkeley. Una conexión ésta, tan extraña como fascinante; una prueba más de los inescrutables vasos comunicantes que configuran el Hollywood clásico.

(1) A no ser que consideremos The Lady in Ermine un trabajo del director berlinés y no de Otto Preminger.

Este texto se publica este fin de semana en la sección de dvds de Cinearchivo

Vacaciones y demás

Sólo comentaros que, en los próximos 15 días, estaré más bien desaparecido. De todos modos, iré revisando el blog de vez en cuando y procuraré responder a los posibles comentarios que dejéis. Antes de marcharme introduciré un par de entradas y, en agosto, reestructuraré algunas cosas y colgaré bastantes artículos que se irán publicando tanto en Miradas de Cine como en Cinearchivo.

Felices vacaciones y hasta pronto,
Carles

lunes, 21 de julio de 2008

Escondidos en Brujas (o en el purgatorio)

Les admito que siento cierta debilidad por las transfusiones genéricas y, en parte por ello, me interesa tanto una (notable) película como Escondidos en brujas. Se trata del primer trabajo tras las cámaras de Martin McDonagh (firmante también del guión) y es una de las óperas primas más peculiares de esta temporada. El filme, que navega gustosamente entre dos aguas por los canales de la urbe belga, viene a ser el resultado de combinar un thriller posmoderno y socarrón (facción Tarantino y sucedáneos) con un cuento noir de reminiscencias judeocristianas (facción irlandesa con sentimiento de culpa y expiación). Un cocktail, a todas luces atípico, al que el director añade tiempos muertos estancados (en la línea del Sonatine de Kitano, pero en una ciudad) y postales vivas (turísticas y oníricas) de una Brujas que acaba resultando un personaje más de una historia enrarecida y un pelín rocambolesca.

Se ha comentado -con acierto- que el mayor interés de esta propuesta radica en su primera hora. Aquella en la que los dos protagonistas irlandeses (Farrell y Gleeson) están destinados a Bélgica sin otra misión que pasear tras haber cometido un asesinato por encargo de un businessman invisible.
En esa extraña situación de impasse inicial, el filme parece una buddy movie filmada por el Linklater de Antes del amanecer. McDonagh, consciente de ello, consigue capturar la creciente amistad que se forja entre dos personajes que progresivamente dejarán de ser arquetipos gangsteriles (como sí eran los estupendos Travolta y Jackson de Pulp Fiction) para convertirse en seres de carne y hueso sin apenas glamour.

Afectados por miedos y dudas del todo asumibles por el espectador, los dos individuos se enfrentarán a sus obsesiones en el milimétrico último tercio del filme en el que -sin abusar de la espectacularidad de la acción- se saldarán las cuentas pendientes anteriormente formuladas. En estas secuencias postreras, la excesiva (y forzada) voluntad de McDonagh por cuadrar todas las piezas y personajes restará verosimilitud a una película que, pese a sus pequeños defectos, nunca naufraga y consigue tocar muchas teclas (incluso en su tarantiniana vertiente humorística) sin apenas desafinar.

A la postre, uno tiene la sensación de haber asistido a la breve y triste historia de dos amigos con los que es fácil identificarse. Dos seres que, tras los títulos de crédito, siguen de algún modo atrapados en una Brujas fabulesca, en una suerte de purgatorio en vida (o muerte) al que todos nos hemos asomado alguna vez y que, sin duda, resulta tan inexcrutable como el
cuadro de El Bosco que con tanta inquietud contemplan los protagonistas de este sugerente debut.

martes, 15 de julio de 2008

Tom Waits, el mago

No cabe ni un afiler. Los Vips están desorientados. El público ruge. Pasa media hora del horario previsto. Y él no aparece. ¿Dónde está? Las luces se funden lentamente. Por fin. Silencio. Gritos. Y de nuevo, focos. Pero sólo para el escenario. El exquisito cuarteto a su alrededor, el león en una tarima circense. Empieza el espectáculo y se confirman las previsiones. Tom Waits no es de este mundo. Quizás su voz suena, por unos momentos, excesivamente metalizada. Pero pronto todo vuelve a su cauce. Y en un plis plas, descubrimos al caberetero, al clown, al mimo, al narrador, al borracho, al icono, a la leyenda.

No incluye su primer show barcelonés -ni ninguno de esta restringida gira- canciones excesivamente conocidas ni melodías románticas de los tiempos de Closing Time. Pero todo es deslumbrante, único. Durante algo más de dos horas, resuenan los ecos de la Ruta 66, del blues, del western, de los delirios de Terry Guilliam; de la música, el cine y el teatro populares. Los rasgos físicos del artista, sus gritos, su mirada. Todo nos remite a un tiempo que ya no volverá, pero que se resiste a morir. God's away on business adula la bestia mientras levanta el polvo con sus botas, pero no sólo la idea de Dios se ha ido. Son muchas las cosas que han cambiado; muchos los artistas que, mirando por su bolsillo, han traicionado sus raíces. Unos cambios que, por fortuna, no alcanzan a Waits, tan esencial y rompedor como siempre. Aunque las entradas para su concierto sean las más caras del año.

No importa. Lo de hoy es una catarsis. Un recorrido popular y personal, un placer. Una ceremonia en la que el predicador consigue despertar la fe en sus feligreses. You're innocent when you dream respondemos todos al unísono, confiados. Y luego se obra el milagro. Make it rain! Make it rain! gritamos. Y el confetti se precipita desde el cielo. El mago lo ha vuelto a hacer. Pero, por primera vez en cuarenta años de carrera, delante de nuestras narices. ¿Volverás algún día Tom Waits? Tú espíritu aún no nos ha dejado del todo.

lunes, 7 de julio de 2008

El caso Haneke


Es inevitable volver a Michael Haneke tras el estreno en nuestras salas de Funny Games U.S., la fotocopia estadounidense del clásico filme del director austríaco. Un auto-remake que nos obliga a cuestionarnos las nociones consumistas y éticas del arte. ¿Es lícita la jugada? ¿Nos la tenemos que tomar en serio? ¿No es un acto de pedantería creer que tu película original es inmejorable? ¿Banaliza Haneke la violencia que tanto critica? ¿Debemos los europeos criticar a la sociedad estadounidense sin conocerla a fondo? Las respuestas no son nada claras, pero, por ahora yo aún respeto al director austríaco. Aunque revisando sus películas percibo una vena moralista un tanto molesta...¿Qué pensáis vosotros?

Os dejo aquí una crítica que he escrito de Benny's Video para el especial dedicado al cineasta austríaco en Miradas de Cine (no os perdáis los textos de Adrian Martin y Alejandro Díaz).


El miedo en casa

Antes de hablar de Michael Haneke, escuchemos a Manoel de Oliveira: «Creo que un recurso relativamente fácil es la emoción, que siempre cae en el sentimentalismo. Cuando una persona está muy emocionada, se cierra a la razón. Yo creo que en las antiguas tragedias griegas, que todavía están en lo más alto de la expresión artística, se limitaba la emoción para que siempre prevaleciese la razón, para que se pudiese hacer una crítica, formular un juicio sobre aquello que se estaba viendo. (...) Cuando hay un exceso de sentimiento, se borra la razón, se quita el equilibrio de las cosas. Así que si mis películas son un poco frías, como las de Dreyer o Bresson, es porque muestran una manera particular de pensar, una ética. El cine comercial usa mucho los sentimientos, efectos emocionales, trucos fantasmagóricos, recursos sentimentales, muy dramáticos, sólo para producir emociones, para así controlar la razón de los espectadores. Y yo creo que eso no es arte. El hombre es un animal racional y no puede perder su razón» (1).

Recurrir a las lúcidas palabras del director portugués es siempre una opción clarividente ante la vorágine de consumo cultural en la que vivimos actualmente. Oliveira se enmarca en una larga tradición de poso humanista e ilustrado. Y sus reflexiones nos permiten vislumbrar una línea de trabajo seguida por varios de los cineastas más relevantes de la historia. Una dinastía de creadores a la que ideológicamente se puede adherir Haneke, un autor brillante que en plena era posmoderna sigue creyendo que sin ética no hay arte.

En El vídeo de Benny (Benny's Video, 1992), su segunda película, el cineasta austríaco establece un diálogo frontal con el espectador al que interpela e obliga a posicionarse ante lo que está viendo. El director da fe de su forma de entender el mundo a través de las elecciones estéticas y de las acciones de los personajes, pero más que imponer su mensaje prefiere advertir de un cierto estado de las cosas. Formula preguntas antes que da respuestas. Y aunque el crimen cometido por Benny resulta intolerable, su película no ofrece una interpretación unívoca para el comportamiento del protagonista. Unos dirán que es el acto de un psicópata. Otros culparán a los padres. Algunos asociarán el asesinato a la televisión. Y los más benevolentes creerán que fue un accidente propio de la inmadurez. Pero casi todos los espectadores se implicarán en el filme y entrarán de lleno en el debate abierto que plantea Haneke a propósito de la misteriosa naturaleza de la violencia humana. La reflexión del cineasta se extenderá, además, al ámbito de la representación y la película cuestionará tanto el papel de los medios de comunicación como del cine en su acercamiento a este terreno tan ambiguo y espinoso.

En la que es la secuencia más significativa de la película, el crimen aparecerá doblemente filtrado ante nuestros ojos. Tanto el monitor en el que en un plano fijo se visualiza y se escucha el asesinato —el trabajo con el sonido y el fuera de campo es aquí ejemplar— como la misma pantalla (de cine o televisión) a través de la estamos viendo El vídeo de Benny deberían ser suficientes para distanciarnos de la violencia. Y, sin embargo, no hacen más que acercarnos de ella. Los mecanismos de la representación están al descubierto, pero el miedo y la atracción se apoderan de nosotros. Lo que vemos no es real, pero lo parece. Y el director consigue que, a través de una secuencia breve sin apenas diálogos —Haneke no confía tanto en el poder de la palabra como el venerable Oliveira—, nos replanteemos nuestra actitud pasiva ante una violencia inquietante que brota diariamente tanto en nuestros hogares como en los lugares más remotos del planeta.

En este caso, el cineasta focaliza su atención en una familia de clase burguesa —“es lo que más conozco”, suele argumentar el austríaco en las entrevistas— a la que disecciona como si de un cirujano enfermizo se tratase. Sin alcanzar la hipnótica meticulosidad de El Séptimo Continente (Der Siebente Kontinent, 1989), el doctor descubre los cánceres de una sociedad en la que Benny parece más víctima que criminal aislado. A ritmo pausado, con constantes rimas visuales y desde un cinismo y frialdad difíciles de soportar —el joven filmando a su madre en el lavabo, los padres conversando sobre como deshacerse del cadáver—, la operación quirúrgica se llevará a cabo sin dejar apenas puntos de sutura. El rigor y la ética del director austríaco frenarán su vena moralista que apenas se vislumbrará en algunos diálogos —la referencia al “ketchup” de las películas de acción— y en un giro final que tiene más de castigo paternalista que de expiación sincera. Pequeños detalles que facilitarán la labor a quienes ven en El vídeo de Benny (y en toda la obra de Haneke) un discurso aleccionador e incluso conservador, pero que no limitarán los efectos de una película poderosa. Un filme angustioso que —más allá de despertar conciencias aburguesadas y de cuestionar un tanto injustamente las nuevas tecnologías— traspasa lo políticamente correcto y nos describe la violencia desde la serenidad y la distancia. No hay sentimentalismo en unos personajes hieráticos ni paños calientes en el mostrar una rutina (la nuestra) que tiene la violencia (física o psicológica) como un comportamiento asumido. Tanto como el ir a trabajar, el almorzar o el encender el televisor. Que Haneke nos pille confesados.

(1) Declaraciones recogidas en una interesante entrevista a Manoel de Oliveira a cargo de Hilario J. Rodíguez, Álvaro Arroba, Israel Diego y Daniel Vázquez Villamediana en el séptimo número de la intermitente revista Letras de Cine (2003).

miércoles, 2 de julio de 2008

Forgetting Sarah Marshall: Judd Apatow no falla

Ni el cine negro. Ni el musical. Ni el western. Ni tan siquiera el melodrama o el cine de terror. De todos los géneros clásicos de Hollywood, hoy sólo parece sobrevivir, sin respiración asistida, la comedia. Y esto es en parte gracias a una serie de humoristas estadounidenses -de Ben Affleck a Will Ferrell, de Steve Carell a Adam Sandler- que han sido capaces de reformular las estructuras cómicas tradicionales con brillantez y sin necesidad de recurrir a modas, revivals o remakes. Ellos han flanqueado -desde las pantallas y desde los escenarios con sus particulares stand-up comedies- un atraco artístico a la industria del cine mientras Judd Apatow, el productor-ideólogo, ha saltado la banca y se ha quedado con el botín. Desde ya, las producciones de este último -que heredan y equilibran las tendencias cómicas más renovadoras de los últimos años- son garantía de éxito y de beneficios. Y, como si estuviéramos de nuevo en la era de Irving Thalberg, Howard Hugues o Samuel Goldwyn, sus títulos nacen marcados con un sello de fábrica, un toque Apatow -como ya se empieza a escribir- que los hace inconfundibles.

En este panorama alentador para el género -en el que siguen existiendo paralelamente Wes Anderson, los Farrelly, las producciones teen y las películas románticas melosas- los actores-cómicos son el rostro de la ya conocida como “Nueva Comedia Americana” y Apatow es el autor oficial; el nombre que la crítica necesitaba para justificar la defensa de obras voluntariamente divertidas y accesibles. Nuestro hombre suele escribir y dirigir con asiduidad, pero su mayor valía está en dar cobijo a nuevos talentos -generalmente, amigos suyos- a los que ofrece libertad y asesoramiento para escribir, actuar y dirigir sus propios proyectos. De uno de estos intercambios artísticos, surgió precisamente la estupenda Forgetting Sarah Marshall (Paso de ti, en su estreno en España), ópera prima de Nicholas Stoller y primer guión del también intérprete protagonista Jason Segel.

La película viene a insistir en la misma temática sobre la que ya giraban Virgen a los 40 y Lío Embarazoso -los dos filmes dirigidos por el propio Apatow-, es decir, la completa desorientación masculina ante la llegada de la edad adulta. No es que el bueno de Peter Verter (Segel) no sea capaz de afrontar con madurez la pérdida de su atractiva pareja -la Sarah Marshall del título, interpretada por Kristen Bell-, es que ni tan siquiera sabe que rol debe asumir en una sociedad en plena transformación; un microcosmos occidental en el que el hombre pierde progresivamente el papel preeminente de antaño ante la gratificante irrupción de la mujer. Sobre todo, en el ámbito de la pareja.

Por ello, cuando vemos a Verter perdido en Hawai entre dos féminas y su sueño musical adolescente, percibimos en él un poso sincero de amargura e incomprensión que eleva Forgetting Sarah Marshall a una dimensión casi sociológica. La excelencia de las interpretaciones (parcialmente improvisadas), el tono relajado y sutil -de diálogos directos e irónicos, pero no chabacanos y desagradables- y el gusto por unos flashbacks inesperados y exquisitos ponen el resto en la que -para el que esto firma- es la mejor comedia de lo que llevamos de año. Quizás todo se alargue demasiado, el fondo sea un pelín conservador y una pareja de secundarios no esté a la altura. Pero, ¿es que alguien puede resistirse a un intérprete tan sincero y genial como Jason Segel, a un tipo prácticamente capaz de emular al protagonista de El fantasma del paraíso para reencontrar a su amada? Yo no. Y espero que vosotros tampoco. Judd Apatow lo ha vuelto a hacer, amigos.