viernes, 24 de octubre de 2008

Herzog's World

Discretamente, en los márgenes. Pero el siempre interesante Werner Herzog ha vuelto a dejarse caer por nuestras pantallas con un nuevo ensayo vital que va más allá de lo cinematográfico. Siguiendo la estela de Grizzly Man, The Wild Blue Yonder o The White Diamond, el cineasta alemán se acerca esta vez a la Antártida en un viaje que va de lo poético a lo científico, de lo existencial a lo antropológico. El título del filme -Encounters at the End of the World- no lleva a engaños y, tal como la propia voz en off del director nos recuerda, no estamos ante "otra película de pingüinos". Uno sabe, por tanto, a lo que va, pero eso no le impide sorprenderse, darse de bruces con los recovecos del ser humano y con las incógnitas que laten en los confines de la tierra.

El trayecto fílmico, digámoslo ya, adolece de un cierto desequilibrio entre la vertiente documentalista (la razón oficialista del proyecto) y la ensayística (el sentido real del viaje). Esta última es, sin duda, la más poderosa emocionalmente y la que nos permite conectar con el Herzog más personal; desconectado ya de los ritmos y vicios de la sociedad occidental y dispuesto a perderse en una selva (o en un glaciar) donde parece esconderse el sentido de su (nuestra) existencia. Por su parte, el acercamiento del cineasta al curioso microcosmos del lugar y a los experimentos que allí se practican se me antoja un ejercicio valioso pero secundario en un filme que abruma (y fascina mucho más) cuando nos sitúa directamente frente al abismo.

Encounters at the End of the World no es, pese a lo dicho, un documental pesimista. Sino más bien un ejercicio honesto y bello de un cineasta que nunca ha perdido las ganas de explorar y que expone sus pensamientos sin miedo a lo que dirán, sin otro objetivo que el que dar a conocer al espectador interesado su visión personal de un mundo y una especie (la humana) que ha podido descubrir a lo largo de los años. Al final, lo que nos queda a nosotros es el misterio y el desconcierto. Y sí, muchas ganas de seguir viviendo preguntándonos porqué. Gracias por estar ahí, Werner.

jueves, 16 de octubre de 2008

El retorno de los Coen: cinismo y estupidez

Ratas de laboratorio


Si hay algo que dejaba claro el tenso visionado de No es país para viejos es que el Mal es un ente escurridizo, difuso e imbatible al que no se puede eliminar por mucho que lo localicemos poniéndole un rostro reconocible. Está ahí fuera (o dentro) y se reproduce cual serpiente tentadora cuando uno menos se lo espera. Mientras Cormac McArthy no se atrevía a definirlo físicamente con su prosa, Joel y Ethan Coen acertaban en la plasmación fantasmal de la figura de Anton Chigurh (Bardem) que llevaba las riendas de un universo amoral donde los presuntos valores religiosos de antaño habían dado paso al azar y a la arbitrariedad. Él representaba un concepto abstracto como pocos antes lo habían conseguido (aunque no podemos olvidar su máximo referente fílmico, el asesino espectral de Orden: caza sin cuartel) y, a su vez, nos advertía de un cierto estado de las cosas. En un tono muy diferente, los hermanos Coen repiten la jugada conceptual con la negrísima comedia Quemar después de leer. Aunque en esta ocasión, en vez de hablar del Mal, dedican su relato a plasmar una idea (abstracta o no) aún más corriente en nuestra sociedad: la estupidez.


Estúpidos son, por tanto, casi todos los individuos de esta película que parecen atrapados en el absurdo juego de la vida. Está la obsesionada por la estética, el sólo preocupado por sus músculos, el ligón maniático, el parado espía psicótico o el perdedor empedernido. Todos ellos son retorcidos arquetipos coenianos que, en manos de Joel y Ethan, no funcionan más que como marionetas al servicio de una sátira sobre los vicios de una sociedad superficial. Los equívocos, las manías, los malentendidos y los disparates son, por tanto, absolutos protagonistas de una ficción voluntariamente frívola y ligera que, en vez de indagar en los traumas de los personajes, prefiere divertirse a costa de ellos. ¿Hay algo de molesto en ello? Pues sí y no. Por el lado positivo, Quemar después de leer nos permite un reencuentro feliz con aquellos hermanos cínicos y brillantes que alcanzaron su máximo apogeo en los años 90 gracias a un sentido del humor (digamos) posmoderno. Por el negativo, esta película nos enfrenta a unos creadores inmaduros y perezosos que ignoran los hallazgos de la magistral No es país para viejos y que en su nuevo acercamiento a la estupidez -ya lo habían intentado con menor fortuna en las insulsas Oh! Brother! y Crueldad Intolerable- escapan de toda complejidad y, lo que es peor, se sitúan alarmantemente por encima de unas criaturas ficcionales por las que parecen sentir un absoluto desprecio.


Si en las muy divertidas El gran Lebowsky, Arizona Baby o Fargo, los Coen sabían dar con el tono irónico adecuado y conseguían que el espectador se identificase con los sufridos (y excéntricos) protagonistas, en Quemar después de leer prefieren marcar las distancias y ofrecer un despiadado (y altivo) análisis clínico en el que sus individuos son más ratas de laboratorio que otra cosa. Su perverso posicionamiento (que no se desvela con claridad hasta el final de la función) es, por lo demás, muy eficaz y encaja como un guante en el imparable ritmo de una película que sabe medir los tiempos y que no deja respiro (ni reflexión) al público en casi ningún momento. El uso de la música -que le da una gravedad a un conjunto de historias en aparencia intrascendentes- y las interpretaciones desquiciadas ayudan, además, a darle empaque a una pieza cinematográfica que resulta, por momentos, delirante. Las risas, sin embargo, no deben impedir que veamos el bosque. Pues Quemar después de leer es un filme envasado al vacío. Nada queda de los personajes en la memoria una vez se ha disfrutado de la película y, por mucho que podamos intuir su transfondo trágico -fijémonos, por ejemplo, en el triste propietario del gimnasio-, éste nunca sale a la luz en beneficio del esperpento y el entretenimiento. Una opción lícita, pero que limita considerablemente las posibilidades emocionales y analíticas de un filme que languidece si lo comparamos con otras piezas orquestadas por sus responsables.


En este sentido, los individuos que pueblan esta película (y disculpen que insita tanto en ello) nunca dejan de ser meras caricaturas con unos tics acentuados hasta lo inverosímil y con un comportamiento desatado que va más allá de lo absurdo. Pretenden reflejar la idiotez del mundo real, pero jamás llegan a ser personas de carne y hueso. Mas cuando los Coen no tienen ningún respeto por ellos y los eliminan sin piedad cuando les viene en gana. Funcionan más bien como piezas intercambiables de un engranaje dramático del que, pese a sus esfuerzos, no tienen ninguna posibilidad de escapar. Admito que ver sus miserables peleas clasistas desde las alturas tiene su gracia, pero este punto de vista misántropo no hace más que certificar la buscada superficialidad de la propuesta y el egocentrismo de los hermanos Coen; una pareja de cineastas tan orgullosa de su mirada cínica como el personaje de George Clooney lo está de su máquina masturbatoria. Está claro que, pese a todo, estas molestas pegas no son, por mucho que nos quejemos, suficientes para renegar de un filme como Quemar después de leer -al fin y al cabo, es una de las comedias más notables del año-, pero sí para lamentar notoriamente el cariz que parece adoptar de nuevo la carrera de este par de irreverentes creadores. Sabemos a ciencia cierta que, si quieren, los Coen pueden llegar a ser geniales. Pero, en este caso, se limitan a ser graciosos. Una verdadera lástima.


Este artículo se puede leer también en Cinearchivo dentro del completo estudio dedicado a las figuras de Joel y Ethan Coen.

lunes, 13 de octubre de 2008

Top 5: Sitges

Se acabó lo que se daba. Sitges cerró filas con un decente (pero muy discutible) palmarés y la temporada de festivales de un servidor llegó a su fin. Es momento ahora de relajarse, restituirse y aceptar que estos eventos culturales (y burgueses) poco tienen que ver con el mundo real al que me toca volver ...Y es que los festivales te aislan totalmente de lo que sucede en el exterior y te dejan pensando que las películas, las fiestas y las charlas cinéfilas podrían durar eternamente sin que nada grave sucediese. Es lo que tiene ir a sitios donde un universo (el del cine) resulta, más que nunca, una auténtica burbuja que quizás, en ocasiones, nos remite a lo real, pero que, en la mayoría de las veces, se limita a relamerse en los guiños, los géneros y el puro placer abstracto. Nada de malo hay en ello, pero supongo que conviene calmarse y no perder el norte en una sociedad que se me antoja cada vez más compleja. Aunque, si ustedes pueden permitírselo entre tanta crisis, yo les recomiendo que busquen asidero en los goces del arte y el entretenimiento que, en mi caso, me proporcionaron los cinco mejores títulos -quitando las muy recomendables cintas ya proyectadas en Venecia: Ponyo on the cliff by the sea, Encarnaçao do Demonio y, sobretodo, The Sky Crawlers- que pude ver en Sitges y que, sin más prolegómenos, comento brevemente a continuación.

Southland Tales (Richard Kelly): Mucho se ha dicho ya de esta oda al caos que circula ya por la red de redes. Para para los que aún no la conocíamos, verla en el majestuoso Auditorio de Sitges, en pleno festival y a la una de la madrugada, fue una de esas experiencias, entre oníricas y libérrimas, que no se olvidan y que le dejan a uno en un completo estado de shock. No me pregunten sobre el argumento -de eso ya me encargaré en futuros visionados- sino más bien por la atracción y la seducción de las imágenes de este filme que envuelven al espectador en un bucle sensorial que sólo proporcionan los viajes cinéfilos (y físicos) más intensos y arriesgados. Gracias por su locura pop señor Kelly. No me sentía así de fascinado en una sala de cine desde Mulholland Drive.

Vinyan (Fabrice Du Welz): Está la búsqueda. Están los fantasmas. Está lo intangible. Está lo desconocido. Está lo que escondemos en nuestro anterior. Está el miedo. Está el horror. Está Joseph Conrad. Está un director que sabe manejar lo que tiene entre manos y que, cambiando completamente de registro, se acerca a un viaje opaco con paisaje tailandés, pero con trayecto interior. Toda una experiencia contenida y dolorosa que explota finalmente en una transformación consecuente, inevitable. El bosque. Beart. La sublimación. La muerte.

The Chaser (Nao Hong Jin): Es un debut, pero no lo parece. Podría ser consecuencia de los logros de la canónica Memories of a Murder, pero hay algo más. Éste es un thriller coreano modélico que, pese a un par de defectos finales de guión, te atrapa y no te suelta hasta una conclusión que viene a cerrar una construcción dramática in crescendo que nos acerca tanto a la naturaleza malévola del hombre como a la corrupción política. Exquisitamente filmada, con los golpes irónicos esperados y con una estructura atípica (se atrapa al asesino a los quince minutos de metraje y, pese a ello, el ritmo del filme no sufre apenas altibajos), The Chaser merecería ser un éxito en taquilla. ¿Algún distribuidor español apostará por ella? Disfrutarla en una pantalla de cine (y no en una de ordenador) es casi una obligación.

Let the Right One In (Tomas Alfredson): No, no es un hype más de los amante del fantástico. Es una fábula vampírica asombrosa, minimalista, que crece en el recuerdo y que pronto (¡aleluya!) se podrá disfrutar en lo cines. Basculando entre el sentimentalismo y el tremendismo, la película sabe encontrar su lugar y no cae nunca en el ridículo ni en el exceso. Por su delicadeza, por su uso del fuera de campo, por sus interpretaciones, por su diseño de producción...ésta es una de las piezas más redondas del año. Quizá le falte un atisbo de locura y el exceso de cálculo impida que estemos ante un clásico instantáneo, pero pocos filmes saben conjugar un acercamiento digno al género -de vampiros- con una historia de amor con tanta precisión. Alfredson es desde ya un valor en alza y Let the Right One In una película de culto que (seguro) será disfutada por todo tipo de espectadores. No se la pierdan.

Searchers 2.0. (Alex Cox): Quizás me pase de entusiasta y, según los (absurdos) cánones de la objetividad, el nuevo trabajo de Cox no merezca (por méritos cinematográficos) estar en el top 5 de Sitges. Pero...¿qué más da? Este acercamiento -libre, diverido, semi-amateur- a lo mitos del cine es entrañable, subversivo y altamente disfrutable. El título no engaña. Pues se parte del recuerdo de Centauros del Desierto (y del western y de toda una iconogrfía estadounidense particular) para iniciar una road movie cinéfila hasta Silicon Valley. El cine como simulacro, los cambios generacionales, el acercamiento a una meca mítica...son algunos de los termas que planean en esta modesta producción de Roger Corman. Las locuras habituales de Cox sólo llegan al final, pero el trayectro merece siempre la pena. Fíjense, por ejemplo, en el combate a tres bandas -a lo El bueno, el feo y el malo- de los protagonistas que, en vez de luchar a balazos, lo hacen con preguntas sobre stuntmans de Hollywood. Literalmente glorioso. Justice, Gas, Revenge.

*No os deberíais perder tampoco otros títulos notables como Red, Eden Lake, Crows Episode 0 , The Good, the Bad and the Weird o My Winnipeg. Éstos y otros filmes aparecen valorados y puntuados en el especial de Sitges que mis compañeros de Miradas han ido publicando estos últimos días. Una lectura placentera. Como siempre.

Saludos a todos,
Carles

miércoles, 1 de octubre de 2008

Sitges rules!

Nada. Sólo comentaros que en los próximos diez días estaré en Sitges de vacaciones y es bastante improbable que cuelgue algo por aquí. Al volver, prometo hacer un balance de lo visto en el festival. Si os pasáis por ahí, ya sabéis, preguntad por mí y siempre nos podemos ir a tomar unas cañas o meternos en una sesión de medianoche.

Sed buenos.