martes, 24 de febrero de 2009

Filmar lo infilmable: Rithy Panh

Años ha, decía Godard que uno de los mayores fracasos del cine había sido no conseguir filmar el Holocausto. Y probablemente tenía razón. Aunque, ante ciertas situaciones, quizás la respuesta más lógica del artista sea guardar silencio. No tanto para negar la tragedia, para huir de la realidad, sino para evitar banalizarla en un tratamiento inadecuado, injusto, inmoral. Quizás, como bien nos recordaba uno de los personajes de la pieza teatral The History Boys, todo cambiará en unas décadas y, como tantas otras desgracias registradas en la Historia de la humanidad, los campos de concentración nazis serán pronto también una abstracción, un episodio horrible más en las páginas de un libro de texto escolar plagado de batallas, muertes, humillaciones y traiciones que, aparentemente, en poco afectan a nuestro presente y que son tratadas con absoluta arbritariedad en la ficción. Por ahora, sin embargo, el Holocausto sigue siendo un tema tabú, que hiere constantemente sensibilidades -aunque incluso algunos afirman que se ha convertido en el verdadero opio del pueblo de Israel- y que condiciona la política internacional. El peso de tal genocidio es tal que incluso ha facilitado el olvido popular de otras masacres más recientes y de calado muy similar en su brutalidad. Tanto en Yugoslavia, Armenia o, en el caso que ahora nos ocupa, Camboya. Y es que, a mi modo de ver, el punto de inflexión mundial -el límite de la brutalidad de la especie humana- que marcaron los incocebibles métodos del gobierno de Adolf Hitler no fue tal porque desde entonces (y pese al feliz establecimiento de la Unión Europea) se han ido sucediendo crímenes igual de terribles, pero que nadie osa comparar con el exterminio judío para no desvirtuar la idea de progreso moral en la que presuntamente vivimos.

Precisamente por todo ello (y disculpen el rollo) es importante el estreno en España de una película como S-21:La máquina roja de matar de Rithy Panh, un documental esquivo y antiespectacular que afronta de frente (y siendo fiel al método de la célebre Shoah de Claude Lanzmann) la matanza de los Jemeres Rojos en un centro de torturas de Camboya. Un verdadero genocio (juzgado, tardíamente, en la actualidad) del que nunca encontraremos una imagen justa, pero ante el que se hace necesario reconstruir la memoria individual y colectiva antes que ésta se desvanezca y sus protagonistas (verdugos y víctimas) desaparezcan de la faz de la tierra sin haber hablado (pues aquí Panh aún confía en la palabra) de algo que allí sucedió y que, por mucho que indaguemos, escapa absolutamente a nuestra comprensión. Esta vez, el arte -no le queda otra- sólo puede ser testigo de esa perplejidad reflejada en los fantasmas que se arrastran por los pasillos del filme de Panh. Supongo que eso es mejor que nada. ¿Pero es que acaso alguien pensaba que el cine a estas alturas nos daría respuestas, nos ofrecería soluciones? Yo dudo que eso sea posible. Y por mucho que no se registren en celuloide (o en digital) los grandes desastres de nuestra era, nunca pensaré que
S-21:La máquina roja de matar es la prueba de otro fracaso cinematográfico -el de no capturar otro genocidio- sino la invitación a una serie de preguntas que van más allá de su contexto y que nos incumben a todos.Veánla antes que también se olviden de ella los programadores. Les prometo que no se arrepetirán.

lunes, 16 de febrero de 2009

El (curioso) caso de David Fincher

A propósito del estreno de El curioso caso de Benjamin Button, en la renovada (aún en su versión beta) Miradas de Cine publicamos un extenso estudio sobre la figura de David Fincher; un cineasta muy interesante ante el que yo, personalmente, aún tengo ciertos reparos. En esta ocasión no participo explícitamente del especial de la revista, pero sí escribo la crítica de la última película del director en cuestión; un filme que ha despertado todo tipo de opiniones encontradas y que a mí, pese (o gracias a) sus considerables defectos, me ha convencido lo suficiente como para defenderlo en mi artículo. La polémica está servida. ¿Alguien se apunta a discutir?


martes, 10 de febrero de 2009

Un cierto cine social ("a la francesa")

Nunca he pensado que las películas deban educarnos, pero, de algún modo, siempre lo han hecho. Nos han abierto nuevas puertas, nos han descubierto espacios inadvertidos, nos han enseñado a mirar e incluso, a veces, nos han pretendido dar lecciones morales o de historia. Si nos paramos a pensar, es difícil disociar la idea que los europeos tenemos de los Estados Unidos de la que nos han dado las imágenes que han ido llegado procedentes de aquel país. Se trata de un ejemplo paradigmático de colonización cultural a través del cine que da buena cuenta del poder que este arte ha tenido durante el siglo XX (y aún hoy conserva parcialmente) para adoctrinar a un espectador que, inconscientemente, creía "conocer" a los habitantes de un lugar concreto (en este caso, los estadounidenses) a partir de un imaginario idílico (cfr. la tan cacareada "americana") que poco o nada tenía que ver con la realidad misma.

Más allá de todo ello -que, en sí, tampoco tiene nada de malo-, lo cierto es que, por otro lado, siempre han existido cineastas (generalmente europeos) de estirpe social; dispuestos a mostrar "lo real" tanto a través de la representación como a partir de la mera descripción documental. Los ejemplos de los últimos años son un tanto desalentadores en su demagogia, didactismo y esquematismo al abordar asuntos complejos (léanse los casos de Babel, Mar Adentro o la oscarizada Crash), pero, afortunadamente, en estos últimos meses nos han llegado un par de propuestas que sí dan sentido a este tipo de acercamiento y que bien invitan a una reflexión sobre esta suerte de cine social creíble que, en esta ocasión, nos proponen Abdel Kechiche y Laurent Cantet en sus extraordinarias Cuscús (La Graine et le mulet) y La Clase (Entre le murs).

Revisemos, ahora, las abundantes coincidencias entre ambas películas que, por más inri, coinciden felizmente en nuestra (pobre) cartelera:

-Nacionalidad: francesa

-Presupuesto: medio

-Éxito de público y crítica: Ambas han triunfado en los César y en festivales internacionales.

-Hibridación genérica: Son ficciones, pero cuentan con actores no profesionales y están filmadas en los mismos lugares donde éstos habitan en la realidad.

-Estructura dramática atípica: Se parte de una descripción "objetiva" de un microcosmos muy concreto y luego el relato se focaliza, sutilmente, en uno de los conflictos planteados en la primera parte del filme.

-Compromiso social subyacente: Los directores se enfrentan al conflicto generacional, religioso, social y económico de su país, pero lo hacen sin ofrecer respuestas y sin caer en esquematismos. Conocen a fondo el tema y lo abordan con una naturalidad reveladora, sin ponerlo en primer plano.

-Equilibrio entre autoría y comercialidad: Son filmes en los que se tiene en cuenta al espectador, pero se asume que éste es inteligente y, por tanto, no debe ser insultado con mensajes obvios y reduccionistas por parte de los guionistas/directores. La puesta en escena personal, en este caso, no va reñida con la narratividad.

-Fe en la palabra: Cuando la mayor parte de grandes directores del presente guardan silencio, Cantet y Kechine no temen a los diálogos y verbalizan sus preocupaciones sin necesidad de resultar cansinos o reiterativos. Hasta el punto que, en ocasiones, parece que sus personajes hablen de sus miedos cómo nadie antes lo hubiese hecho y que, por ello, merezcan ser escuchados con la mayor de las atenciones.

-Duración del metraje no convencional: Gracias a un calculado trabajo de guión, ambos filmes se permiten el lujo de durar más de dos horas mientras tejen, sin que apenas nos demos cuenta, un arbolado emocional que nos atrapa y no nos suelta hasta el final del relato.

-Extrema rigurosidad formal: Aunque comparten el gusto por los primeros planos, por la captura de rostros expresivos, Cantet y Kechine toman dos posturas diferentes en su planteamiento estético. Ambas igual de rigurosas. Mientras el primero, propone un trabajo equilibrado de tiempos muy pautados (asumibles por todo tipo de espectadores) con un rodaje mediante tres cámaras en un único espacio (el instituto), el segundo va un poco más allá y juega con las expectativas del público al recurrir al constante alargamiento de las secuencias (generalmente conversaciones) que, en ocasiones, nos remiten a Pialat y a Cassavettes en su brutalidad y densidad, pero que sobre todo, nos invitan a una reflexión de carácter metalingüístico sobre las distintas formas posibles de capturar la realidad a través del lenguaje cinematográfico.

Vistas las coincidencias y los buenos resultados artísticos (y en taquilla), cabe preguntarse sobre las posibilidades reales de este tipo de cine en la industria de nuestro país. Pues no existen casos equiparables en el horizonte; filmes que den un diagnóstico del presente y que lo hagan a través de recursos cinematográficos propios y adecuados; películas, al fin y al cabo que, sin ofrecer soluciones donde no las hay (la abrupta conclusión de Cuscús da buena fe de ello), sí invitan al debate y a la reflexión. Algo que no debería faltar en una sociedad democrática ni en un arte (el cine) que no puede ni debe quedar siempre al margen de la realidad que lo envuelve. Por mucho, que yo sea el primero en disfrutar evadiéndome con ficciones que (aparentemente) poco o nada tienen que ver con mi existencia cotidiana.

lunes, 2 de febrero de 2009

El caso Park Chan Wook


Park: El ego del cyborg


Suele suceder cada tantos años; una filmografía “exótica” se pone de moda. Es lo que sucedió con Irán a principios de los 90 y es lo que ha venido sucediendo con Corea del Sur en lo que llevamos de siglo. Sin embargo, como acontece con todos los “hypes” críticos, este último auge tiene también fecha de caducidad y este fatídico día está, por mucho que nos pese, a la vuelta de la esquina; si es que no ha llegado ya. La reciente proliferación de cine oriental en festivales y carteleras europeas (que incluye, además de producciones coreanas, películas chinas, japonesas, indias e incluso filipinas y tailandesas) podría parecer una buena noticia, una sana normalización; pero, a nuestro modo de ver, es más bien un signo de adocenamiento, una señal inequívoca de acomodamiento a unas fórmulas probadas -y no tan lejanas a las hollywoodienses- que ya no tienen el riesgo de antaño y que resultan fácilmente asumibles por un público occidental mínimamente curtido. Nada hay de malo en cocinar propuestas accesibles -dentro del cine que entendemos como “comercial” están muchas de las mejores obras de la historia-, pero creemos que ha llegado el momento de distinguir el grano de la paja y de advertir que no todo lo que nos llega de Corea (ni de ningún país, así, en abstracto) es bueno o interesante.


Sin duda, entre todos los directores coreanos emergentes y eclécticos del siglo XXI (Lee Chang Dong, Hong Sang Soo, Kim Ki Duk, Bong Joon Ho), Park Chan Wook es el que mejor ha conectado con el gran público que, en líneas generales, ha aplaudido con entusiasmo su tan cacareada “trilogía de la venganza”; formada por tres títulos que, pese a compartir una temática de fondo, son bien diferentes entre sí: Sympathy for Mr Vengeance, Oldboy, Sympathy for Lady Vengeance. La primera (y mejor) de estas tres piezas tejía una compleja historia plagada de pliegues y digresiones que se formulaba en un thriller atípico, lánguido y seco, que en su feliz extrañeza no tuvo el éxito esperado en su país -Park venía de dirigir un blockbuster sobre la guerra de las dos Coreas, Join Security Area-, pero que sí supo plasmar las mejores virtudes de un cineasta formalmente exquisito que, en esta ocasión, no ofrecía soluciones reduccionistas a su relato y que, antes que epatar, prefería filmar preocupándose por la construcción de unos sugerentes encuadres fijos. Todo cambió, sin embargo, con Oldboy, su, hasta ahora, mayor éxito internacional. Ágil, acelerado y adictivo, este filme -premiado en Cannes y Sitges- resultó un verdadero puñetazo sobre la mesa en el panorama del cine de acción, pero, a su vez, nos reveló los primeros síntomas de un Park desatado, exhibicionista, fascinado por su abrumador poder visual. Algo que no advirtió casi nadie en su momento -gracias, en parte, al estupendo guión, a la interpretación del protagonista y a secuencias tan memorables y acertadas como el célebre travelling lateral en el pasillo-, pero que se concretaría en Sympathy for Lady Vengeance, una propuesta fallida que, pese a contener indudables puntos de interés, mostraba ya a un director narcisista, esteticista si se quiere; incapaz de dar con el estilo preciso para un relato que dejaba una cierta sensación de deja vu y que, pese a su ambigüedad, no tenía la complejidad de los dos filmes anteriormente citados.


Harto quizás de redundar en el mismo tema y de ser acusado de autoplagio, Park se implicó en una realización radicalmente diferente: Soy un Cyborg. Una película también errática, pero que, al menos, nos demuestra que estamos ante un cineasta inquieto; preocupado por otros campos que nada tienen que ver con el análisis visceral y psicológico de la violencia propuesto -sin cortapistas- en su “trilogía de la venganza”. ¿Qué sucede, entonces, en esta nueva película? Pues que el cineasta coreano parece haberse tomado un respiro y, aun habiendo planteado una narración más agradecida para con una mayor gama de espectadores -aquí todo sucede en un universo de duermevela entre la locura y los sueños-, ha articulado un rompecabezas colorista y evasivo que, más que abrumar o encandilar, desconcierta. Desde que aparecen los (geniales) títulos de crédito y se escucha la evocadora melodía de Yeong-wook Jo -que nos remite a las mejores composiciones de Danny Elfman-, uno se inmiscue en un microcosmos propio de Terry Gilliam o del mismo Tim Burton, pero pronto el efecto fabulador se diluye por una cierta gratuidad en la construcción dramática -pesada y arítmica- que, pese a recurrir al constante recurso dinámico de flashbacks e inesperadas secuencias oníricas -alguna de ellas es extraordinaria (aquella, por ejemplo, en la que la protagonista empieza a disparar en el sanatorio convencida de ser en cyborg)-, no consigue enganchar al espectador, desapegado a los pocos minutos de unos personajes débilmente definidos.


Es cierto que el diseño de producción -con predomino de fondos y vestidos rojos, verdes y blancos- es abrumador y que no se puede requerir a un filme libérrimo -recordemos que Park sigue, hasta las últimas consecuencias de su montaje, la (i)lógica de los sueños y de los desvaríos mentales- una narración convencional, pero el guión (incomprensiblemente premiado en Sitges) hace aguas por todos lados y no consigue sostener un relato suicida; un verdadero salto al vacío plagado de buenas intenciones, pero aún menos conseguido que el de otro filme con el que guarda algunos parecidos: Tideland, de Terry Gilliam. Aparecen también en Soy un Cyborg las huellas de otras dos célebres películas: Alguien voló sobre el nido del cucú y La ciencia del sueño. Ambas mucho más conseguidas que la propuesta que nos ocupa; un filme en el que el cineasta coreano tampoco se olvida de su creciente ego y tiende a un cierto barroquismo formal -ralentís, congelados, constantes travellings circulares- que en nada ayuda a la construcción de una relación íntima entre dos protagonistas que, pese a resultar unos entrañables outsiders en busca de un lugar en un mundo mecanizado, nada hacen para que sintamos empatía por ellos. Una verdadera lástima.


Artículo publicado en Cinearchivo