domingo, 14 de febrero de 2010

Mi primer (y feliz) Punto de Vista

VI Festival Punto de Vista

Apuntes desde Pamplona

Quizás, hoy más que nunca, el malentendido esté en la propia denominación del festival. Si uno indaga mínimamente en la historia del cine se dará cuenta que el término documental (casi) nunca ha tenido su razón de ser más allá de las clasificaciones perezosas. Algo que ya se constata revisando la etapa silente y que actualmente se sigue poniendo de manifiesto en las enésimas (y un tanto infructuosas, a mi entender) discusiones sobre lo que es o no es ficción. La feliz contaminación entre géneros, realidades y disciplinas da lugar a un certamen como el que nos ocupa donde no interesa tanto delimitar el audiovisual a unas formas muy concretas como poner énfasis en la reivindicación de una serie de títulos que suelen huir de los caminos más trillados y que optan por una mirada (más o menos cercana a “lo real”) que exige la implicación del espectador. Una mirada que nos invita a reflexionar tanto sobre lo que se cuenta como, muy especialmente, sobre cómo se cuenta.


Estuve cinco días en Pamplona y tuve la ocasión de comprobar el interés de la organización por cuidar las proyecciones, las películas y sus responsables al máximo. Aún considerando la escasa asistencia de público en ciertas sesiones, no se puede negar que estamos ante un festival que cree en lo que hace y que, aún sabiendo que muchas de sus propuestas no son de fácil digestión, confía en la inteligencia del espectador sin negar tampoco una necesaria función didáctica que permite un mejor acceso a lo proyectado. Empapado todavía por el lluvioso clima navarro, me dispongo a exponer una serie de apuntes sobre las piezas más relevantes que tuve ocasión de ver. Admito que no es fácil asimilar y plasmar tanto material (tantas ideas) en unas pocas líneas. Pero confío en despertar, al menos, la curiosidad del lector por una serie de filmes situados en los márgenes de lo visible y que, en caso que se dé la ocasión, bien merecerían el esfuerzo de ser revisados en un cine (o donde sea).


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viernes, 12 de febrero de 2010

La grandeza de La carretera (la novela)

Artículo publicado en la sección de Libros de Cinearchivo.

Reseña de la novela La Carretera (The Road, Cormac McCarty, 2006)


La leyenda que gira alrededor del estadounidense Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) sería la propia del escritor maldito, la del outsider, la de ese tipo que vive más allá que acá y que, al igual que los seres solitarios que pueblan algunas de sus novelas, parece desprender una sabiduría acumulada por el conocimiento directo, alejado del cliché y el estereotipo. A lo mejor, todos estamos equivocados. Y lo que parece una reivindicación de la independencia creativa y vital -pese a su éxito comercial, el autor vive al margen del universo mediático literario: no concede entrevistas- no es más que una sofisticada estrategia comercial. Tanto da. Porque McCarthy vive legítimamente de la ficción y su indiscutible obra está a prueba de teorías conspirativas. Fe de ello dejan títulos tan emblemáticos como Meridiano de sangre, Ciudades de la llanura o En la frontera. Por no hablar de Todos los hermosos caballos y No es país para viejos; sus dos únicas novelas que, además de La carretera, han contado con una adaptación cinematográfica (a cargo de Billy Bob Thornton y Joel y Ethan Coen, respectivamente).


No entraremos en el análisis comparativo profundo entre ambas disciplinas artísticas. Aunque entendemos que, en tanto que estas líneas se publican en un portal cinematográfico, son de especial interés para el lector las relaciones que surgen entre la compleja prosa del estadounidense y sus desiguales traslaciones a la gran pantalla. En esencia, se trata de un conflicto de lenguaje(s). Es cierto que los hermanos Coen lograron depurar genialmente No es país para viejos sin apenas introducir cambios notables en el relato. Pero en su apropiación había algo más. Algo que va más allá de la mera mímesis del original literario. Algo que no consigue atrapar la versión de La carretera planteada por un John Hillcoat que, aun sin traicionar a McCarthy, se muestra incapaz de desprender en sus imágenes (excelentemente fotografiadas) sensaciones parecidas. Si acaso ahogado por una reverencia excesiva al texto original y por una deuda a los estereotipos del cine comercial más académico (el papel redentor del niño, el peso de la historia de amor, el constante uso de la música a modo de subrayado), la suya es una propuesta que queda lejos de la excelencia de la novela.


¿Qué nos fascina del texto? ¿Qué nos lleva a considerar -más allá de las exageraciones críticas- que estamos ante una de las piezas literarias más importantes de la pasada década? Quizá, de nuevo, se trata de una cuestión de estilo, de prosa si prefieren, de lenguaje, en definitiva. McCarthy es un exquisito narrador, abrumador en el detalle y preciso en el léxico. No existen en él las jugarretas ni las trampas. Va al grano y sin concesiones. Su última novela es, en este sentido, irrespirable, cuasi infranqueable. Un relato post-apocalíptico que queda desprovisto de su vertiente aventurera (nada aquí nos recuerda, por ejemplo, al Richard Matheson de la estupenda Soy Leyenda) y que nos muestra un esqueleto genérico donde nunca sabremos el porqué ni el hacia dónde. Sólo el cómo y el qué.


En efecto, no hay ni una causa ni una referencia temporal clara y, si bien la ubicación espacial nos remite a Estados Unidos, ésta podría transcurrir en cualquier otro país de Occidente. El mundo, eso seguro, se ha quemado sin apenas avisar y ya sólo quedan sus ruinas físicas y psicológicas. Llueve ceniza en la carretera y mientras un padre intenta olvidar su pasado -un lugar parecido al que hoy (aún) vivimos- su hijo es ya parte de una generación sin referentes, perdida pero libre de ataduras, que busca una identidad en la nada (o en los jirones de algo). Atravesado por pasajes bellísimos (los breves flashbacks mentales a la vida anterior del adulto, la recuperación de un objeto misterioso en un barco abandonado, el descubrimiento de alimentos almacenados bajo tierra), el relato es, asimismo, de una ambigüedad ideológica ciertamente desconcertante, pues proporciona al lector diversas interpretaciones (que van del ámbito político al religioso) sin cerrar ninguna puerta y dejándonos en una suerte de limbo infernal en el que la muerte (o la fe en la inocencia) parece la única escapatoria.


Descriptivo hasta lo enfermizo, el escritor logra un trabajo físico y seco -los diálogos son lacónicos, sin apenas frases largas ni mucho menos discursos- que nos viene a advertir del poder gráfico de una prosa con la que elabora constantes imágenes mentales en un entorno en disolución. Un espacio en el que, pese a todo, aún hay lugar para pequeñas cúspides emotivas que elevan el ritmo de un relato que requiere paciencia, atención y calma. Sólo así la novela nos calará (helará) en toda su palpitante complejidad hasta hacernos partícipes del soterrado cuestionamiento existente de una civilización (la nuestra) a la que se pide una suerte de refundación. Una advertencia sutil que acerca, por momentos, La carretera a lo trascendente y que sitúa a McCarthy en un más allá de la representación. Aunque, claro, lo real está allí (y aquí) y no podemos escapar de ello. Ya lo dice uno de los personajes: “Olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar”. Pues eso.

lunes, 1 de febrero de 2010

El retorno de Lost

Antes de que nos hartemos del fenómeno que nos depararán los próximos meses, relajémonos, tomemos un par de tilas y evoquemos con calma lo que ha dado de sí la serie hasta ahora. Si hace unos días disfrutábamos del pequeño homenaje vía Poe de la amiga Mônica Jordan, ahora llega el turno de un especial preparado con mucho cariño y pasión por el equipo de perdidos (disculpen el chiste fácil) de la redacción y alrededores de Miradas de Cine. Mi participación se limita al comentario de tres capítulos de variable interés. Pero el especial ya está ante vuestras pupilas, échenle un vistazo entre capítulo y capítulo. Las sorpresas no se acaban aquí.