martes, 25 de noviembre de 2008

Contra el cánon: por una historia del cine personal

Lo admito. Siento debilidad por las listas. Me paso horas leyéndolas, confeccionándolas o contemplándolas en toda su amplitud. Pero, a su vez, me canso pronto de ellas porque siempre suelen caer en los lugares comunes, repiten miméticamente títulos y no suelen dar muestras de singularidad o atrevimiento. Si hablamos de cine, el panorama no es menos desalentador y, quitando a algunos outsiders de la crítica, suelen pesar demasiado los cánones y la tradición. Algo contra lo que en principio no me opongo, pero que me revienta cada vez que aparece una nueva publicación que sigue fielmente los pasos marcados por una línea editorial imaginaria donde pocos se atreven a salirse de la raya. Un par de ejemplos recientes son la lista de las 100 películas más bellas que ha publicado Cahiers de Cinema y la nueva "Historia del Cine Universal" de Javier Memba. A partir de este último libro, he escrito un pequeño artículo que os deja continuación. Auque me sigo preguntando si la historia del cine merece ser totalmente reescrita o es ya un ejercicio utópico.


Antes de leer este comentario, el lector avispado seguramente ya se estará preguntando sobre la “necesidad” de un libro de las características del que nos ocupa. Y hará bien. Porque sabrá que ya existen numerosas obras canónicas -desde manuales críticos a meticulosas piezas de arqueología fílmica- que recorren de pe a pa una presunta historia oficial del cine. Un gran relato que, generación tras generación, han ido transmitiendo fielmente la mayor parte de pensadores, escritores y catedráticos dedicados al campo cinematográfico. Fijémonos, por ejemplo, en la enésima lista que acaban de publicar los cahieristas franceses. Las sorpresas brillan nuevamente por su ausencia y es muy fácil hacerse una idea -cerrada, parcial, eurocentrista, perezosa y aburguesada- de lo que han sido algo más de cien años de séptimo arte. En resumen: los pioneros del cine mudo, el montaje soviético, el expresionismo alemán, el Hollywood clásico, el neorrealismo italiano, los tótems japoneses, la nouvelle vague, el “new hollywood” y el cajón de sastre de la era posmoderna. Una serie de clasificaciones que de tanto escucharlas y repetirlas hemos convertido en inmaculadas, inalterables. Algo tienen de cierto, es innegable. Pero, en pleno siglo XXI, ya sería hora de cambiar el enfoque y acordarse de, por ejemplo, los documentales, el cine experimental, la animación, el underground estadounidense, la serie B oriental, la producción de Bollywood o Nigeria, la comedia teen...Los prejuicios académicos siguen pesando demasiado y esto es algo que también se percibe en el nuevo trabajo de Javier Memba que justifica este texto: Historia del cine universal. Un libro con voluntad popular que, aun siendo muy ameno y disfrutable, reincide en la visión tradicional y cronológica a la que antes nos hemos estado refiriendo.

Pese a las limitaciones citadas, no seré yo el que infravalore el esfuerzo literario de Memba, un periodista -dedicado al la estudio del cine del pasado y preocupado por las transformaciones del presente- que consigue aquí la hazaña de novelar cien años de historia en un único texto de 500 páginas. Están, claro, los grandes capítulos, las subdivisiones, el índice onomástico, una cronología de acontecimientos anuales y algunos breves textos destacados de películas o inventos claves, pero la obra es un estupendo conjunto compacto que huye en todo momento de lo académico y lo encicoplédico. Un gesto de agradecer para todo lector cinéfilo que gozará de una prosa ágil, cercana y precisa que no evita ni las anécdotas ni los apuntes críticos, ni las citas para conneisseurs ni los toques didácticos para primerizos. Un cuento de no ficción (y sobre la ficción), en definitiva, que quizás no aporte demasiado al mundo de las publicaciones cinematográficas, pero que, en un país más culto y educado, podría servir de perfecta introducción a lo que representa para muchos el mundo del cine. Un eterno adolescente como el que firma estas líneas hubiese agradecido que en la escuela, entre las tan pesadas y equivocadas lecturas obligatorias, le hubiesen recomendado esta Historia del cine universal. Habría descubierto entonces un universo que tiene muchas más ramificaciones que las que este libro presenta -aunque aquí Memba se acuerde de outsiders como Mario Bava, Wojciech Has, Robert Flaherty o Tod Browning-, pero lo habría hecho con toda la vida y la curiosidad por delante.


Y es que ya nos lo dijo Jean Luc Godard con sus Histoire(s) de cinema: el cine tiene tantas historias como espectadores dispuestos a encontrarlas. Supongo que Memba es un experto más de la lista, pero no uno de los más atrevidos. Por ello espero que, en un futuro, muchos de los que hoy corretean por las salas del mundo se atrevan algún día a contar en papel (o en pantalla)su propia versión de los hechos. Sin miedo a lo que dirán y sin repetir otra vez que Ciudadano Kane es la mejor película de su (nuestra) historia. Mientras esperamos, seguiremos luchando contra el cánon.

El artículo puede leerse en la sección de libros de Cinearchivo


miércoles, 12 de noviembre de 2008

VI Festival ln-Edit: Cine para escuchar


Crónica audiovisual: Las fronteras del reportaje o cómo filmar la música
(Artículo en Miradas de Cine)

martes, 11 de noviembre de 2008

JCVD o la identidad de Van Damme

Identidad(es)

Ante todo, sinceridad. No formo parte de la generación que creció con el cine de los action heroes —léanse Stallone, Schwarzenegger, Norris o Seagal— ni disfruto en demasía de producciones que he podido revisar de esa época como son Rambo: Acorralado (Ted Kotcheff, 1982) o Depredador (John McTiernan, 1987). Esto, lo admito, me convierte en un espectador limitado ante una propuesta como J.C.V.D. que, en un primer visionado, no pude valorar en su justa medida. Después de informarme y de darle muchas vueltas al tema a estas alturas ya toda la comunidad cinéfila conoce de pe a pa la intríngulis del filme en cuestión—, decidí darle una segunda oportunidad a la película y el experimento funcionó. Lo que antes me parecía la maniobra guionizada de una estrella en decadencia, ahora me resultaba un golpe inaudito de honestidad. Lo que, por momentos, veía como un ejercicio formal exhibicionista y vacuo, ahora se revelaba como una muestra de talento propia de un director neovirtuoso. Sí, definitivamente, me había equivocado. Y, en este artículo, no me quedaba otra que dar la razón al resto de la crítica y aceptar que, aún siendo parcialmente fallido, el nuevo filme al servicio de Jean Claude Van Damme era (y es) realmente interesante. A eso vamos, entonces.


¿En qué senda cinematográfica se enmarca J.C.V.D.? ¿Qué límites ha traspasado Mabrouck El Mechri con su primer filme? Bien, si echamos un vistazo a la tercera acepción con la que el diccionario de la RAE define la palabra “identidad” leeremos lo siguiente: “Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás”. Una definición que nos da algunas claves para comprender el terreno en el que se mueve la propuesta que nos ocupa. Van Damme está (o parece) confundido. No distingue entre la vida pública y la privada, entre el icono cultural y el padre de tres hijos, entre la ficción y la realidad. De esa confusión identitaria (real o no) surge esta película que es, al mismo tiempo, una reflexión metalinguïstica, un docudrama egocéntrico y un thriller tradicional. En contra de lo esperable, esta mezcolanza posmoderna de géneros no impide que estemos ante una pieza compacta que, si bien decae por momentos —todo lo referente al atraco es un simulacro sin nervio ni interés de filmes como Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975)—, funciona como una suerte de anti-biopic de acción. Si uso esta extraña etiqueta lo hago sólo para ubicar J.C.V.D. en un terreno genérico aún por explorar, en uno donde la pieza de El Mechri —me aventuro a afirmar— podría resultar una película fundacional, seminal incluso.


Es cierto que existen otros trabajos con los que esta obra guarda una relación tangencial como son las diarreicas (en el buen sentido del término) Fellini, ocho y medio (Federico Fellini, 1963) o Takeshis' (Takeshi Kitano, 2005). O que, a lo largo de la historia del cine, se han concebido muchos filmes desde El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) hasta las cintas al servicio de Elvis Presley— donde la identidad de la persona real también se confundía con la del personaje ficticio. Pero J.C.V.D. es otra cosa. Además de una película con innumerables guiños a la cinefilia —los diálogos sobre John Woo y Steven Seagal, la impagable secuencia con la taxista, las conversaciones de Jean Claude con un atracador que se comporta como su fan más acérrimo—, ésta es una obra que da una sincera e inaudita posibilidad de réplica a la estrella filmada. Un filme de ficción que, sin necesidad de ser completamente fiel a los detalles que conforman la vida de su actor protagonista, permite que éste se redima de algún modo ante sus espectadores y confiese su versión personal sobre su carrera profesional y su imagen pública. El Mechri se muestra muy explícito en este sentido —con una secuencia en la que Van Damme rompe con el relato, se eleva a los cielos (vía grúa) y se explaya hasta llorar ante la cámara (1)—, pero, aún sin quererlo, abre una senda para que otros cineastas traten el mismo conflicto identitario desde otros puntos de vista.


Por ahora, ya hemos visto el caso más sutil —aunque también ligeramente fallido— de Mickey Rourke interpretando un papel muy parecido al de su vida (y alcanzando la redención como actor/persona) en el The Wrestler de Darren Aronofsky y a la vuelta de la esquina nos espera la que promete ser una delirante comedia de terror titulada My Name is Bruce en la que el intérprete de serie B Bruce Campbell dirige, protagoniza y hace también de sí mismo en la ficción. Se trata, quizás, de dos ejemplos aislados y no del todo precisos. Pero esperemos que, por el bien de la cinefagia, se aproveche el filón y se sigan dando este tipo de filmes en el futuro. J.C.V.D. no puede quedarse sólo como una curiosa rareza. Nos negamos rotundamente a aceptarlo.


Nota 1.El director se expresa así sobre esta escena en concreto: “Jean Claude quería contar muchas cosas sobre él y tuvimos que enfrentarnos a un problema: él quería ser franco con él mismo, necesitaba un momento de intimidad. Me pidió no cruzar la mirada con los demás, fue por esta razón que decidí hacer el movimiento de grúa, él se elevaba y no cruzaba su mirada con nadie. Lo cierto es que Jean Claude Van Damme es un personaje tan complejo que es imposible resumirlo en una hora y media”. El fragmento forma parte de una entrevista de Violeta Kovaksis publicada en el número de noviembre de este año de la revista de cine online Contrapicado.net.


Artículo publicado en la sección de críticas de Miradas de Cine

lunes, 3 de noviembre de 2008

Instantes irrepetibles: John Ford (1)


Centauros del desierto (The Searchers, 1956)

El principio del fin

No dura ni tan siquiera un minuto, pero es una de las escenas de amor más bellas y sutiles del cine de John Ford. Tras el efusivo recibimiento a Ethan (John Wayne), el reverendo Johnston entra distraído con su café en el salón de los Edwards. Su aparente calma se turba repentinamente por algo que sucede en el fuera de campo. Es Martha, la mujer de la familia, que acaricia, con el cariño propio de una esposa, el abrigo y el sombrero que antes le ha entregado su cuñado. La mirada perspicaz del reverendo delata que conoce el probable romance adúltero (o prematrimonial) que hubo entre ambos, pero su boca prefiere callar. Es entonces cuando, detrás suyo, se produce la magia. El amante perdido, Ethan, recibe satisfecho las prendas que Martha le ofrece y, conteniendo sus emociones, sólo se lo agradece con un beso en la frente muy significativa —que prueba que la deseada relación entre ellos es imposible—. Tras ese breve instante de emoción, deja la sala para emprender la búsqueda de unos indios. Ella, visiblemente aturdida, se acerca al portal para despedirlo como si de su verdadero marido se tratase. La escena casi cotidiana (construida con precisión y sin palabras gracias a la planificación clásica del director, al repunte melancólico en la partitura de Max Steiner y a la convicción de los actores) se acaba rápidamente cuando Johnston abandona la casa cohibido, pero consigue dejar poso en el que la contempla. No sólo por ser la despedida de una pareja que ya no volverá a encontrase, sino sobre todo porque significa el descubrimiento —sin innecesarias explicaciones— del pasado amoroso del antihéroe, del motor emocional que justifica todo lo que vendrá después en Centauros del desierto; un viaje de venganza y redención con el que Ethan intentará reencontrar su lugar en la tierra.

En el fondo, la larga búsqueda que emprende su personaje no es tanto para encontrar a Debbie como para encontrarse a sí mismo. La derrota en la guerra y la muerte de Martha han hecho mella en su ya de por sí carácter rudo y racista. Quizás sus contrincantes sean aún los indios, pero su verdadero enemigo es el inexorable paso del tiempo. El mundo del oeste se transforma ante sus ojos y, si no lo remedia, él se va a quedar atrás. El correr de los años y la influencia de Marty —su acompañante y signo de los nuevos tiempos— lo redimirán cuando, en contra de sus ideales, rescate a la niña ya convertida en una comanche. Pero su acto no dejará de ser un hecho aislado, un esfuerzo loable pero inútil que queda patente en la última escena del filme. Wayne está fuera de la comunidad, es, como lo será Clint Eastwood en El jinete pálido (1985), un fantasma del pasado. Un tipo destinado a fundirse con un paisaje desértico tan rojizo como el de su camisa, condenado a vagar hasta su muerte sin esperanzas de cambiar su situación y la de su país.

Aunque su mayor desgracia sea, siempre según la visión tradicional de Ford, el quedarse sin familia. Éste, y no otro, es el pilar social sobre el que se construye Centauros del desierto tanto desde el guión como desde la muy trabajada puesta en escena. Véase cuáles son las esperanzas que mueven a los personajes y, sobre todo, los instantes en los que el director convierte su mirada en la de los que observan hacia el exterior desde la placidez del hogar. Fugaces momentos en los que Ford, con un mesurado uso de la visión subjetiva, parece reivindicar la importancia de la paz familiar, de la protección que permite un espacio cerrado, ante la inseguridad de lo desconocido. Esto no sólo sucederá en la apertura y la clausura del filme —una puerta que se abre y otra que se cierra para un justiciero que, tras solucionar los trapos sucios de su entorno, queda de nuevo marginado por la sociedad— sino también en el retorno de Ethan y Marty a casa de los padres de Brad —el tercer viajante en discordia que muere como su prometida y Martha en un off acorde al ambiente desencantado y antiespectacular del relato— e incluso en el momento (más intrascendente) en que los protagonistas escapan de un ataque enemigo escondiéndose en una cueva.

Pero Ford, quizás evitando una visión sesgada, no se queda en estos retratos sobre las familias coloniales y también da una tímida oportunidad al pueblo indígena. El uso del punto de vista subjetivo desde el interior de la tienda donde yace muerta la esposa india comprada por Marty es realmente significativo para entender las futuras intenciones de un director que acabaría dirigiendo títulos como El Sargento negro (1960) o El gran combate (1964). Y es que en 1956, los tiempos no sólo cambiaban para el personaje de John Wayne sino también para todo el western en general y para la obra de John Ford en particular. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mito del oeste —con personajes maniqueos y héroes impolutos— dejaba de tener sentido. Y Centauros del desierto, ubicándose históricamente nueve décadas antes, daba buena prueba fe de ello. La derrota del ejército confederado, la desconfianza en el justiciero, la próxima llegada de la industrialización o la refrescante visión que proponían las nuevas generaciones eran cambios equivalentes a los que estaba viviendo una sociedad americana que debió verse reflejada en esta película. Pese a que Centauros del desierto fuese mucho más que un filme con lecturas políticas y sociales.

Hoy en día, esta pieza de Ford se nos antoja un milagro irrepetible. Un título que es al western lo que Cantando bajo la lluvia (1952) es al musical. Una obra total que lleva al límite las posibilidades de un género clásico. Un filme en el que el director acentúa su talento como narrador invisible —con un tratamiento elíptico del tiempo que resulta clave para que el relato funcione—, usa el color con motivos simbólicos —el azul y el rojo están en constante choque—, plantea dualidades tan interesantes como la que surge entre el jefe indio y Ethan —que respeta tanto como desprecia a su enemigo porque es igual de anacrónico y salvaje que él— y sabe incorporar el humor sin que éste chirríe. Una película que, si bien antecede el principio del fin de un género y de una forma de ver el mundo —que se concretará en la ya crepuscular El hombre que mató a Liberty Valance (1962)—, sigue fascinando por el ritmo y por la fuerza de lo que trasmite. Aunque sea en lugares remotos y legendarios que (aparentemente) en nada nos incumben.


El texto se puede leer en la completa ficha dedicada al filme en Cinearchivo