lunes, 3 de noviembre de 2008

Instantes irrepetibles: John Ford (1)


Centauros del desierto (The Searchers, 1956)

El principio del fin

No dura ni tan siquiera un minuto, pero es una de las escenas de amor más bellas y sutiles del cine de John Ford. Tras el efusivo recibimiento a Ethan (John Wayne), el reverendo Johnston entra distraído con su café en el salón de los Edwards. Su aparente calma se turba repentinamente por algo que sucede en el fuera de campo. Es Martha, la mujer de la familia, que acaricia, con el cariño propio de una esposa, el abrigo y el sombrero que antes le ha entregado su cuñado. La mirada perspicaz del reverendo delata que conoce el probable romance adúltero (o prematrimonial) que hubo entre ambos, pero su boca prefiere callar. Es entonces cuando, detrás suyo, se produce la magia. El amante perdido, Ethan, recibe satisfecho las prendas que Martha le ofrece y, conteniendo sus emociones, sólo se lo agradece con un beso en la frente muy significativa —que prueba que la deseada relación entre ellos es imposible—. Tras ese breve instante de emoción, deja la sala para emprender la búsqueda de unos indios. Ella, visiblemente aturdida, se acerca al portal para despedirlo como si de su verdadero marido se tratase. La escena casi cotidiana (construida con precisión y sin palabras gracias a la planificación clásica del director, al repunte melancólico en la partitura de Max Steiner y a la convicción de los actores) se acaba rápidamente cuando Johnston abandona la casa cohibido, pero consigue dejar poso en el que la contempla. No sólo por ser la despedida de una pareja que ya no volverá a encontrase, sino sobre todo porque significa el descubrimiento —sin innecesarias explicaciones— del pasado amoroso del antihéroe, del motor emocional que justifica todo lo que vendrá después en Centauros del desierto; un viaje de venganza y redención con el que Ethan intentará reencontrar su lugar en la tierra.

En el fondo, la larga búsqueda que emprende su personaje no es tanto para encontrar a Debbie como para encontrarse a sí mismo. La derrota en la guerra y la muerte de Martha han hecho mella en su ya de por sí carácter rudo y racista. Quizás sus contrincantes sean aún los indios, pero su verdadero enemigo es el inexorable paso del tiempo. El mundo del oeste se transforma ante sus ojos y, si no lo remedia, él se va a quedar atrás. El correr de los años y la influencia de Marty —su acompañante y signo de los nuevos tiempos— lo redimirán cuando, en contra de sus ideales, rescate a la niña ya convertida en una comanche. Pero su acto no dejará de ser un hecho aislado, un esfuerzo loable pero inútil que queda patente en la última escena del filme. Wayne está fuera de la comunidad, es, como lo será Clint Eastwood en El jinete pálido (1985), un fantasma del pasado. Un tipo destinado a fundirse con un paisaje desértico tan rojizo como el de su camisa, condenado a vagar hasta su muerte sin esperanzas de cambiar su situación y la de su país.

Aunque su mayor desgracia sea, siempre según la visión tradicional de Ford, el quedarse sin familia. Éste, y no otro, es el pilar social sobre el que se construye Centauros del desierto tanto desde el guión como desde la muy trabajada puesta en escena. Véase cuáles son las esperanzas que mueven a los personajes y, sobre todo, los instantes en los que el director convierte su mirada en la de los que observan hacia el exterior desde la placidez del hogar. Fugaces momentos en los que Ford, con un mesurado uso de la visión subjetiva, parece reivindicar la importancia de la paz familiar, de la protección que permite un espacio cerrado, ante la inseguridad de lo desconocido. Esto no sólo sucederá en la apertura y la clausura del filme —una puerta que se abre y otra que se cierra para un justiciero que, tras solucionar los trapos sucios de su entorno, queda de nuevo marginado por la sociedad— sino también en el retorno de Ethan y Marty a casa de los padres de Brad —el tercer viajante en discordia que muere como su prometida y Martha en un off acorde al ambiente desencantado y antiespectacular del relato— e incluso en el momento (más intrascendente) en que los protagonistas escapan de un ataque enemigo escondiéndose en una cueva.

Pero Ford, quizás evitando una visión sesgada, no se queda en estos retratos sobre las familias coloniales y también da una tímida oportunidad al pueblo indígena. El uso del punto de vista subjetivo desde el interior de la tienda donde yace muerta la esposa india comprada por Marty es realmente significativo para entender las futuras intenciones de un director que acabaría dirigiendo títulos como El Sargento negro (1960) o El gran combate (1964). Y es que en 1956, los tiempos no sólo cambiaban para el personaje de John Wayne sino también para todo el western en general y para la obra de John Ford en particular. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mito del oeste —con personajes maniqueos y héroes impolutos— dejaba de tener sentido. Y Centauros del desierto, ubicándose históricamente nueve décadas antes, daba buena prueba fe de ello. La derrota del ejército confederado, la desconfianza en el justiciero, la próxima llegada de la industrialización o la refrescante visión que proponían las nuevas generaciones eran cambios equivalentes a los que estaba viviendo una sociedad americana que debió verse reflejada en esta película. Pese a que Centauros del desierto fuese mucho más que un filme con lecturas políticas y sociales.

Hoy en día, esta pieza de Ford se nos antoja un milagro irrepetible. Un título que es al western lo que Cantando bajo la lluvia (1952) es al musical. Una obra total que lleva al límite las posibilidades de un género clásico. Un filme en el que el director acentúa su talento como narrador invisible —con un tratamiento elíptico del tiempo que resulta clave para que el relato funcione—, usa el color con motivos simbólicos —el azul y el rojo están en constante choque—, plantea dualidades tan interesantes como la que surge entre el jefe indio y Ethan —que respeta tanto como desprecia a su enemigo porque es igual de anacrónico y salvaje que él— y sabe incorporar el humor sin que éste chirríe. Una película que, si bien antecede el principio del fin de un género y de una forma de ver el mundo —que se concretará en la ya crepuscular El hombre que mató a Liberty Valance (1962)—, sigue fascinando por el ritmo y por la fuerza de lo que trasmite. Aunque sea en lugares remotos y legendarios que (aparentemente) en nada nos incumben.


El texto se puede leer en la completa ficha dedicada al filme en Cinearchivo

6 comentarios:

Daniel Quinn dijo...

Excelente comentario Carles. Estoy de acuerdo en todo. Siempre he pensado que Ozu y Ford son los directores que mejor han sabido mostrar el paso del tiempo. Centauros y Liberty me parecen lo máximo :)

Un saludo!

JOAQUÍN VALLET RODRIGO dijo...

Carles, lo has expresado con un acierto absoluto: "Centauros del desierto" es un milagro. Las maneras cinematográficas de Ford alcanzan, aquí, una cota suprema que solo los genios son capaces de lograr en determinados instantes de sus vidas.
Yo creo que sí que nos incumben esos lugares remotos y legendarios, porque Ford los universaliza. Extrae de ellos la quintaesencia de la emoción aunque sus bases nos puedan resultar ajenas. La prueba definitiva de ello sería "Escrito bajo el sol", un film de extrema sensibilidad que nos llega al fondo, incluso, a los que somos antimilitaristas convencidos. Ésto no es más que un mero marco ambiental para desarrollar lo que verdaderamente le interesa a Ford: las historias humanas.
El momento que citas es, sin duda, uno de los más extraordinarios que ha ofrecido el cine.

Carles Matamoros dijo...

Gracias por los comentarios...ya me preguntaba dónde se escondían los fordianos!

Soy también muy fan de Ozu, Daniel. Siempre me ha fascinado esa capacidad del cine para marcar el paso del tiempo, de varias vidas y generaciones incluso, en apenas un par de horas. Es fascinante.

También coincido contigo, Joaquín. Aunque, ideológicamente, no conecte yo tampoco con Ford hay algo tan universal, un sentimiento tan fuerte en su cine, que es inevitable no percibirlo como algo propio, como algo que traspasa lo político y va directo a la esencia.

Saludos!

Anónimo dijo...

hola,

excelente artículo, Carles. estoy de acuerdo también con Ximo en lo que comenta sobre "escrito bajo el sol" (para mí, la mejor película de Ford).

recuerdo que cuando empecé a aficionarme "duramente" al cine no me convencía Ford, no me acababa de llegar. cuando descubrí "fort apache" empecé a verlo todo de otra manera. aún así, hay películas suyas que siguen sin gustarme completamente. mi relación con su cine es fluctuante y un poco de "amor-odio" (probablemente más de lo primero que de lo segundo), algo que me acompañará toda mi vida, creo.

abrazos!

Carles Matamoros dijo...

Tendré que ver "Escrito bajo el sol". Esas lagunas cinéfilas...soy fan, por cierto, de "El Sargento Negro". Un título considerado menor, pero extraordinario.

Saludos

JOAQUÍN VALLET RODRIGO dijo...

Yo también pasé una etapa "antifordiana". Apenas duró poco más de un año ya que me reconcilié con él de inmediato cuando ví "7 mujeres". "Sargento negro" es otra obra maestra como de aquí a Lima, lo que me corrobora que hasta las películas "menores" de Ford son absolutamente magistrales.