viernes, 25 de julio de 2008

La viuda alegre: ¿Un Lubitsch menor?

Último musical dirigido por Ernst Lubitsch (1), La viuda alegre es un filme que cumple todos los estándares del género y que, a su vez, los supera. Si bien, en un principio, la narración en nada se distingue de la de otros tantos títulos protagonizados por el carismático Maurice Chevalier, pronto descubrimos la mano maestra del cineasta alemán que consigue llevarse sutilmente la película a su terreno. El sugerente equívoco adúltero tras la puerta en el palacio del rey de Marshovia indica ya la línea que seguirán los mejores momentos de una obra -por momentos, delirante- que se despide con una secuencia deliciosa en la cárcel, digna del responsable de dos High Comedies maestras y hedónicas, Un ladrón en la alcoba y Una mujer para dos.

La relevancia de los espacios aristocráticos (y de las estancias ocultas que hay en ellos) queda bien definida con la recreación de la mansión en la que vive Sonia, la riquísima viuda del título. Los blancos de la vivienda parecen engullir a la dama vestida de negro, condenada a llevar el luto atrapada por su opulencia. Una opulencia a la que renunciará en una escapada a París, asumiendo una nueva identidad. Sonia será, por una noche, Fifi; una cabaretera más en el burdel Maxim’s. Un lugar en el que, tras un sofisticado juego de apariencias, se reencontrará con el amor. El impacto emocional no tendrá, sin embargo, nada de romántico. Será más bien producto de una seducción superficial, de un engaño afectivo revestido de una triste fugacidad. Pues, en buena parte del cine de Lubitsch (no tanto en el tono general de esta refrescante La viuda alegre), los instantes felices nunca esconden su propia condición frágil y caduca.

Las grandes damas se toman la vida demasiado en serio”, se queja el capitán Danilo en un momento de la película. Y el cineasta berlinés asume la premisa de su protagonista y dirige su filme como lo que en realidad es, una divertida y ligera adaptación de la opereta de Franz Lehar. Eso no quita -como decíamos anteriormente- ni la elegancia ni la sofisticación del director (cfr. el primer encuentro con el embajador, el flirteo de la pareja en off dictado en un telegrama) que incorpora las canciones en la narración y saca provecho visual de los muchos gags incluidos en el inspirado guión, firmado por dos de sus más estrechos colaboradores, Samson Raphaelson y Ernest Vajda.


La guinda del apetitoso pastel llega con el último número musical, un vals digresivo y casi abstracto -ideado por la coreógrafa Albertina Rash- que, por unos momentos, convierte el filme de Lubitsch en un trabajo de Busby Berkeley. Una conexión ésta, tan extraña como fascinante; una prueba más de los inescrutables vasos comunicantes que configuran el Hollywood clásico.

(1) A no ser que consideremos The Lady in Ermine un trabajo del director berlinés y no de Otto Preminger.

Este texto se publica este fin de semana en la sección de dvds de Cinearchivo

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