
Goodbye Dragon Inn
Desde Sunset Boulevard (1950) hasta Naturaleza Muerta (2006), el cine ha reflejado siempre una actitud elegíaca ante un pasado mítico de estirpe colectiva o individual; un pasado que inexorablemente se descompone en un presente en el que sólo quedan los restos de lo que un día fueron un lugar relevante o un rostro joven. En Goodbye Dragon Inn (Bu San, 2003) Tsai Ming-Liang se adhiere a esta genealogía del lamento. Su película, sin embargo, va más allá de lo melancólico. El motivo de su existencia es la desaparición del propio medio que le da vida. El cine —entendido como el gran arte popular y social del siglo XX— está a punto de desaparecer y la sala en la que se proyecta por última vez un filme emblemático de King Hu —el Dragon Inn (Long men ke zhen, 1966) del título— es un escenario decrépito, desposeído ya del vigor de antaño. Tsai filma todo lo que acontece en la postrera sesión del cine de su barrio, todo lo que queda de aquel lugar en el que descubrió los fotogramas en movimiento durante su infancia —como queda de manifiesto en su capítulo autobiográfico para el filme colectivo Chacun son cinéma (2007)—. Lo suyo no es, pese a lo dicho, un registro únicamente documental. Es sobre todo una ficción contemplativa e independiente más allá del subtema —el cierre de la(s) sala(s)— que captura de forma emblemática.


The Taste of tea
He aquí un OVNI, una joya desaforada y sin posible etiquetaje. Ni tan siquiera en Japón. Se llama The Taste of Tea y —aunque su título nos haga pensar en ello— poco tiene que ver con los clásicos deYasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi. Aquí los referentes son otros. Si bien la familia sigue siendo el núcleo desde el que hilvanar la narración, las fugas oníricas, los fragmentos musicales y las peculiares relaciones paterno-filiales rompen constantemente las expectativas del espectador. Estamos en la lógica del anime, del manga. Los protagonistas son actores de carne y hueso, pero tienen el alma dibujada. Se parecen —por poner un ejemplo conocido por estos lares— a los personajes de una serie como Ranma ½. Cada uno con sus manías, con sus excentricidades. Está un abuelo senil que otrora fue ilustrador, una madre animadora (de dibujos televisivos, se entiende), un padre psicoterapeuta hipnotizador, un tío técnico de sonido (un Tadanobu Asano en otro papel vinculado con la música), una niña de seis años que ve una réplica suya gigante y un adolescente solitario y enamoradizo. Alrededor de ellos —y de un enjambre de secundarios encantadores—, el filme construye una serie de sketches y mini-historias que acaban configurando un mapa emocional pop y cercano a la felicidad.


La tristeza apenas se deja ver en un guión ambicioso y excesivo en el que escenas de animación y performances en el metro se enlazan sin lógica de continuidad. La trama es tan ligera como veraniega. No hay elementos excesivamente graves —aunque el único punto realmente dramático está muy bien llevado— y cuando uno acepta el juego fantástico-digresivo de la película se siente como en casa. A veces, al director —el imaginativo Katsuhiro Ishii, responsable de la deslumbrante secuencia de animación de Kill Bill— se le va la mano y abusa de secuencias preciosistas y subtramas innecesarias. Pero su osadía es tal que uno le perdona los defectos y asume que ante una propuesta tan extravagante la búsqueda de la perfección narrativa no es lo esencial.

Syndromes and a Century
El cine de Apichatpong Weerasethakul tiene algo de esencial, de primitivo. Sus películas capturan estados emocionales y desprenden un misterio por las imágenes que escasea en la contemporaneidad. Quizás sus relatos sean ingenuos, aletargados y subyugantes al mismo tiempo. Pero siempre resultan reveladores en su pureza, en la mirada limpia que su creador consigue imprimir en ellos. En Syndromes and a Century —al igual que en los anteriores trabajos del realizador tailandés— uno tiene la sensación de acercarse al cine por primera vez; de contemplar un mundo que fluye desprovisto de la contaminación audiovisual.


Fragmentada en dos partes que dialogan entre sí, la película sigue el mismo terreno explorado en Blisfully Yours y Tropical Malady. En la primera, Weerasethakul reflexionaba entorno a su visión del cine, en la segunda pensaba en su sexualidad y aquíse enfrenta a la figura de sus padres. Lo personal, sin embargo, queda de nuevo alejado de la superfície y es al espectador al que le toca completar el relato a través de sus propias experiencias. Por mucho que uno conozca los orígenes conceptuales de Syndromes and a Century —según los cuales la etapa en el campo está dedicada a la madre del director y la de la ciudad a su padre—, no le serán muy útiles para acercarse a un filme que tiene más de experiencia sensorial que de narración convencional.
El evidente juego conceptual con la representación entre los dos episodios de la película —en ocasiones, se repiten idénticas conversaciones con distintos puntos de vista— nos transporta a una sala de espejos en la que se reflejan tanto las transformaciones sociológicas de Tailandia como las dualidades del individuo, los recuerdos del propio director o los destellos místicos de una tierra y de unos personajes difusos. No hay nada de impostado en toda esta amalgama de conceptos que Weerasethakul sabe transmitir sin caer en la rigidez formal. La sorprendente presencia del sentido del humor, los guiños populares y las constantes reminiscencias al relato oral ayudan, además, a dar calidez a una concatenación de encuadres sugerentes en los que el cineasta huye —según sus propias palabras— «de la violencia, el odio, los celos, los conflictos o las armas».
Del montaje de los varios cuadros vivos capturados surge, a la postre, un filme bicéfalo y circular. En el tramo maternal, un sutil movimiento de cámara hacia el exterior nos acerca a la inmensidad de la naturaleza registrada en un plano fijo. En la pantalla aparecen los títulos de crédito iniciales y resuenan los ecos de una conversación trivial, pero la presencia de la selva gana la partida y marca el tono a seguir durante la primera mitad del metraje. Desde entonces, el bosque se deja escuchar a través de la banda sonora y aparece constantemente por las ventanas. Forma parte (y condiciona) la vida de unos personajes que, evidentemente, parecen otros en el tramo paternal ubicado en la ciudad.
En este segundo episodio, el cineasta tailandés se muestra fascinado por enigmáticas estatuas urbanas, por las constantes figuras en movimiento (grupos de gente practicando ejercicio y deambulando) y por todo tipo de artilugios médicos —recordemos que la película transcurre en dos hospitales— que configuran un nuevo paisaje tan o más misterioso que el anterior. Acorde con el nuevo entorno, la cámara de Weerasethakul se aleja de los encuadres fijos y empieza a inmiscuirse por los pasillos. Al final, tras descubrir lugares recónditos, llega a una sala de objetos fantasmales de la que sólo puede salir a través de una tubería. Un agujero temporal que la transporta a un parque apacible en el que los dos espacios del filme (campo/ciudad) conviven en armonía. Un par de ciclos vitales parecen haberse fusionado y uno nuevo está al llegar (¿el de la pareja protagonista que ya piensa en cambiar de hogar? ¿el del propio cineasta que es fruto del carácter urbano de su padre y natural de su madre?). La misma historia se repite siempre igual, siempre diferente.
El evidente juego conceptual con la representación entre los dos episodios de la película —en ocasiones, se repiten idénticas conversaciones con distintos puntos de vista— nos transporta a una sala de espejos en la que se reflejan tanto las transformaciones sociológicas de Tailandia como las dualidades del individuo, los recuerdos del propio director o los destellos místicos de una tierra y de unos personajes difusos. No hay nada de impostado en toda esta amalgama de conceptos que Weerasethakul sabe transmitir sin caer en la rigidez formal. La sorprendente presencia del sentido del humor, los guiños populares y las constantes reminiscencias al relato oral ayudan, además, a dar calidez a una concatenación de encuadres sugerentes en los que el cineasta huye —según sus propias palabras— «de la violencia, el odio, los celos, los conflictos o las armas».

En este segundo episodio, el cineasta tailandés se muestra fascinado por enigmáticas estatuas urbanas, por las constantes figuras en movimiento (grupos de gente practicando ejercicio y deambulando) y por todo tipo de artilugios médicos —recordemos que la película transcurre en dos hospitales— que configuran un nuevo paisaje tan o más misterioso que el anterior. Acorde con el nuevo entorno, la cámara de Weerasethakul se aleja de los encuadres fijos y empieza a inmiscuirse por los pasillos. Al final, tras descubrir lugares recónditos, llega a una sala de objetos fantasmales de la que sólo puede salir a través de una tubería. Un agujero temporal que la transporta a un parque apacible en el que los dos espacios del filme (campo/ciudad) conviven en armonía. Un par de ciclos vitales parecen haberse fusionado y uno nuevo está al llegar (¿el de la pareja protagonista que ya piensa en cambiar de hogar? ¿el del propio cineasta que es fruto del carácter urbano de su padre y natural de su madre?). La misma historia se repite siempre igual, siempre diferente.
2 comentarios:
Brutal reflexión final en el artículo de "Syndromes and a century". Es una tesis atrevida pero está bien enlazada y argumentada. Aunque yo me quedo con el fantástico final, que te hace salir casi flotando del cine (o bailando, mejor dicho).
Sobre Ishii poco puedo decir porque no he visto ninguna de sus películas (lo sé, lo sé... soy un pequeño saltamontes al que le queda mucho por aprender) pero de "Goodbye Dragon Inn" suscribo tus palabras. Me pareció una película increíble, con pequeñas historias con el cine como excusa o comopersonaje principal y con ese humor que carcteriza a Tsai. Aunque claro, me quedan muchas por ver del director. ¿Alguna recomendación específica?
Gracias, Mónica. Yo tampoco me quito ese final aeróbico de la cabeza. Me fascina el optimismo de Api, su capacidad por captar la felicidad. Algo que no suelen hacer los mejores cineastas de hoy.
De Tsai, pues todas son buenas y forman parte de la misma historia. De todas ellas, quizás Goodbye Dragon Inn sea la que cambie más de registro, pero sigue la misma línea estética.
Te recomiendo Vive l'Amour (su verdadero debut), The River (su peli oscura) y El sabor de la sandía (su peli autoparódica y desatada). Las tres son muy diferentes dentro del mismo mundo y todas cuentan con el mismo personaje. Luego podrías ver todas las demás. Ninguna es floja y The Hole me parece también muy potente.
Saludos!
Publicar un comentario