martes, 24 de junio de 2008

Las heridas de Wonderful Town

Dejar la vida (y el cine) pasar

Captar lo imperceptible. Hacer visible lo invisible. Invocar a los fantasmas de una tragedia no suturada. Aditya Assarat intenta
en su acercamiento a los restos morales del tsunami que asoló Tailandia en 2004— ir incluso más allá del célebre díptico neorrelista que conforman Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) y Alemania año cero (Germania, anno cero, 1947). No trata sólo de registrar las inmediatas consecuencias de la catástrofe —como en aquellos magníficos filmes de Roberto Rossellini— sino que pretende desvelar lo que queda de ella unos años después. Por tanto, cuando el cineasta llega al lugar de los hechos —a través de la figura del protagonista de la ficción, un arquitecto de Bangkok que construye un hotel en la pequeña aldea tailandesa de Takua Pa— nada descubre apenas de los daños materiales causados por el desastre natural. El tsunami parece no haber existido nunca y la belleza del entorno remoto invita a una contemplación inexistente en la desoladora Berlin de posguerra. El agua y la vegetación esconden, sin embargo, unas heridas que se irán descicatrizando durante una estancia que poco tendrá de apacible.
Ton —así se llama el arquitecto que se instala en Takua Pa— se enamorará de Na, una aldeana que regenta un hotel sin apenas clientes. Su encuentro será perfectamente capturado por la pudorosa cámara de Assarat. Con sutileza y sin sobresaltos, el director filmará la distancia existente entre el extraño y los supervivientes de un presunto pueblo maravilloso que se niega a ver más allá de su desgracia. A Na le costará —como a sus conciudadanos— aceptar que su felicidad es aún posible y que ya no se debe sentir culpable por estar viva. Tras las dudas, encontrará en Ton un motivo por el que vivir y el filme se convertirá entonces en una love story fresca, relajada. Quizás homenajeando a los hipnóticos paseos en moto de Goodbye South, Goodbye (Nan guo zai jan, nan guo, Hou Hsiao Hsien, 1996), Assarat desprenderá naturalidad y belleza en los cotidianos encuentros de dos personajes que, por momentos, vislumbrarán una vía de escape a sus problemas.

El peso del lugar, sin embargo, acabará afectando a la nueva pareja y el filme mutará sutilmente de género. Los últimos minutos concretarán todo lo que se ha ido sugiriendo durante el metraje y descubrirán al espectador la gravedad de lo sucedido años atrás. Hasta ese momento —que conviene no desvelar— el tono del filme será similar al de muchas otras películas de autor que recientemente nos llegan de oriente. Planos largos, cámara estática, ausencia casi total de música extradiegética, personajes escasamente expresivos y gusto por los encuadres antes que por las palabras. Elementos que Assarat —en su ópera prima en solitariose apropia con rigor estilístico, pero sin desprender apenas la emoción que la historia pedía. En su retrato de la rutina —la hotelera cumpliendo obsesivamente sus labores— no alcanza la precisión métrica de un Tsai Ming Liang y en sus planos espaciales —las olas del mar, un edificio en ruinas, el bosque— se acerca más a las postales turísticas que a los entornos misteriosos de un Jia Zhang-Ke. No por ello su propuesta es del todo desdeñable. La historia de amor —como decíamos anteriormente— se desarrolla al ritmo y a la distancia adecuadas, y el giro final aporta una idea muy sugerente y atrevida sobre el estancamiento de un pueblo tan cerrado que casi merece lo que le sucede.


El miedo al “forastero” de algunos personajes de la aldea viene a confirmar, además, el planteamiento universal de una historia que más allá de algunos aspectos culturales— bien podría haberse desarrollado en casi cualquier otro lugar del planeta (sin ir más lejos, los punteos guitarrísticos de la banda sonora remiten inequívocamente a los pueblos de esa América profunda ya adherida en el imaginario cinéfilo). Este aspecto global facilita la comprensión narrativa de Wonderful Town por todo tipo de espectadores, pero limita considerablemente las posibilidades documentales de un filme que, a la postre, no consigue registrar plenamente un tiempo y un lugar. Si a ese déficit le sumamos el inadecuado ensimismamiento adoptado por Assarat tras los primeros encuentros amorosos de la pareja, el resultado es una obra que no llega tan lejos como sus intenciones. Quizás porque al (buen) director tailandés le sucede algo parecido que a Na, el personaje de la hotelera que —en uno de los diálogos más significativos con su compañero Ton— asegura que en la aldea de Takua Pa es imposible aburrirse o entristecerse porque “siempre hay cosas que hacer”. Aunque sea dejando la vida pasar u —como le sucede al cineasta— olvidando las posibilidades de un espacio y una historia que bien podían haber quedado como testimonio definitivo de un desastre natural (y humano) que ya empezamos a olvidar.

Texto publicado hoy en Miradas de Cine

2 comentarios:

M. Jordan dijo...

A mí me pareció un buen debut pero coincido contigo en que Assarat no acaba de imprimir su personalidad y acaba siendo una película de autor (¿más?). A mi la historia se me hizo algo naïf, y como bien decías no acaba de emocionar. Aun así, tiene imágenes muy bellas y como mínimo ha conseguido que estemos pendientes de su siguiente proyecto.

Carles Matamoros dijo...

Me alegra que coincidamos. No es una mala película, eso seguro. Lo que pasa es que -como bien dices- se parece demasiado a otras pelis con marca de autor. Precisamente por la falta de rasgos autorales propios de la propuesta. En cualquier caso, me gusta el giro final. Ya estoy un pelín harto de historias de amor ensimisnadas que no van a ninguna parte...