Ratas de laboratorio
Si hay algo que dejaba claro el tenso visionado de No es país para viejos es que el Mal es un ente escurridizo, difuso e imbatible al que no se puede eliminar por mucho que lo localicemos poniéndole un rostro reconocible. Está ahí fuera (o dentro) y se reproduce cual serpiente tentadora cuando uno menos se lo espera. Mientras Cormac McArthy no se atrevía a definirlo físicamente con su prosa, Joel y Ethan Coen acertaban en la plasmación fantasmal de la figura de Anton Chigurh (Bardem) que llevaba las riendas de un universo amoral donde los presuntos valores religiosos de antaño habían dado paso al azar y a la arbitrariedad. Él representaba un concepto abstracto como pocos antes lo habían conseguido (aunque no podemos olvidar su máximo referente fílmico, el asesino espectral de Orden: caza sin cuartel) y, a su vez, nos advertía de un cierto estado de las cosas. En un tono muy diferente, los hermanos Coen repiten la jugada conceptual con la negrísima comedia Quemar después de leer. Aunque en esta ocasión, en vez de hablar del Mal, dedican su relato a plasmar una idea (abstracta o no) aún más corriente en nuestra sociedad: la estupidez.
Estúpidos son, por tanto, casi todos los individuos de esta película que parecen atrapados en el absurdo juego de la vida. Está la obsesionada por la estética, el sólo preocupado por sus músculos, el ligón maniático, el parado espía psicótico o el perdedor empedernido. Todos ellos son retorcidos arquetipos coenianos que, en manos de Joel y Ethan, no funcionan más que como marionetas al servicio de una sátira sobre los vicios de una sociedad superficial. Los equívocos, las manías, los malentendidos y los disparates son, por tanto, absolutos protagonistas de una ficción voluntariamente frívola y ligera que, en vez de indagar en los traumas de los personajes, prefiere divertirse a costa de ellos. ¿Hay algo de molesto en ello? Pues sí y no. Por el lado positivo, Quemar después de leer nos permite un reencuentro feliz con aquellos hermanos cínicos y brillantes que alcanzaron su máximo apogeo en los años 90 gracias a un sentido del humor (digamos) posmoderno. Por el negativo, esta película nos enfrenta a unos creadores inmaduros y perezosos que ignoran los hallazgos de la magistral No es país para viejos y que en su nuevo acercamiento a la estupidez -ya lo habían intentado con menor fortuna en las insulsas Oh! Brother! y Crueldad Intolerable- escapan de toda complejidad y, lo que es peor, se sitúan alarmantemente por encima de unas criaturas ficcionales por las que parecen sentir un absoluto desprecio.
Si en las muy divertidas El gran Lebowsky, Arizona Baby o Fargo, los Coen sabían dar con el tono irónico adecuado y conseguían que el espectador se identificase con los sufridos (y excéntricos) protagonistas, en Quemar después de leer prefieren marcar las distancias y ofrecer un despiadado (y altivo) análisis clínico en el que sus individuos son más ratas de laboratorio que otra cosa. Su perverso posicionamiento (que no se desvela con claridad hasta el final de la función) es, por lo demás, muy eficaz y encaja como un guante en el imparable ritmo de una película que sabe medir los tiempos y que no deja respiro (ni reflexión) al público en casi ningún momento. El uso de la música -que le da una gravedad a un conjunto de historias en aparencia intrascendentes- y las interpretaciones desquiciadas ayudan, además, a darle empaque a una pieza cinematográfica que resulta, por momentos, delirante. Las risas, sin embargo, no deben impedir que veamos el bosque. Pues Quemar después de leer es un filme envasado al vacío. Nada queda de los personajes en la memoria una vez se ha disfrutado de la película y, por mucho que podamos intuir su transfondo trágico -fijémonos, por ejemplo, en el triste propietario del gimnasio-, éste nunca sale a la luz en beneficio del esperpento y el entretenimiento. Una opción lícita, pero que limita considerablemente las posibilidades emocionales y analíticas de un filme que languidece si lo comparamos con otras piezas orquestadas por sus responsables.
En este sentido, los individuos que pueblan esta película (y disculpen que insita tanto en ello) nunca dejan de ser meras caricaturas con unos tics acentuados hasta lo inverosímil y con un comportamiento desatado que va más allá de lo absurdo. Pretenden reflejar la idiotez del mundo real, pero jamás llegan a ser personas de carne y hueso. Mas cuando los Coen no tienen ningún respeto por ellos y los eliminan sin piedad cuando les viene en gana. Funcionan más bien como piezas intercambiables de un engranaje dramático del que, pese a sus esfuerzos, no tienen ninguna posibilidad de escapar. Admito que ver sus miserables peleas clasistas desde las alturas tiene su gracia, pero este punto de vista misántropo no hace más que certificar la buscada superficialidad de la propuesta y el egocentrismo de los hermanos Coen; una pareja de cineastas tan orgullosa de su mirada cínica como el personaje de George Clooney lo está de su máquina masturbatoria. Está claro que, pese a todo, estas molestas pegas no son, por mucho que nos quejemos, suficientes para renegar de un filme como Quemar después de leer -al fin y al cabo, es una de las comedias más notables del año-, pero sí para lamentar notoriamente el cariz que parece adoptar de nuevo la carrera de este par de irreverentes creadores. Sabemos a ciencia cierta que, si quieren, los Coen pueden llegar a ser geniales. Pero, en este caso, se limitan a ser graciosos. Una verdadera lástima.
Este artículo se puede leer también en Cinearchivo dentro del completo estudio dedicado a las figuras de Joel y Ethan Coen.