Si hay algo que queda claro tras ver la película más comercial del año (un acontecimiento megapopular en tiempos de crisis para las salas, no lo olvidemos) es que el cine de Hollywood ha alcanzado un nivel de fragmentación de planos inaudito. Hasta el punto que en The Dark Knight -un título de 150 minutos-, no hay ni un solo tiempo muerto durante todo el metraje. Lo bueno del caso -digno de estudio para quien se atreva a contar los múltiples cortes de una sola secuencia- es que el filme de los hermanos Nolan es, a todas luces, magnífico. Pues en esa velocidad, en ese ritmo endiablado de montaña rusa sin bajones, es donde cabe hallar una de las claves del éxito de un trabajo que literalmente arrastra al espectador, lo engulle y no lo deja ir hasta los créditos finales.
Este triunfo artístico no sería tal sin un planteamiento argumental que sigue, sin dismularlo, las tesis planteadas en los cómics para adultos de Miller o Moore. Es decir, las reflexiones entorno a los dilemas morales del héroe y la condición crepuscular del mito. Batman, por tanto, no es ya un simple lunático con capa que se enfrenta a los ataques de un payaso, sino que en The Dark Knight es más bien un cuestionado justiciero que tanto rescata ciudadanos como perjudica el equilibrio de Gotham City. En esa lógica más realista -que quizás debería molestar a quienes defienden la tradicional suspensión de credibilidad de los tebeos- es donde se mueve una película que establece constantes puntos de contacto con un mundo actual corrompido e indudablemente plagado de mercenarios y terroristas.
A los Nolan les puede, sin embargo, su ambición. Pues en las desmesuradas pretensiones de la narración -la voz grave del héroe, el uso operístico de la música, los planos cenitales de la ciudad,...- se denota un molesto intento de trascendencia que el filme nunca alcanza del todo. Quizás porque los discursos rimbombantes de los personajes (explicativos a la par que confusos) no tienen la coherencia que deberían y porque tanto la existencia de dos clímaxs desiguales como los golpes de guión injustificados (la resurrección de Gordon) restan fuerza a un relato que, en general, sí está muy bien hilvanado.
De todos modos, lo que a mí más me defraudó de The Dark Knight -que repito, me ha parecido, en líneas generales, un muy buen trabajo- fue el miedo de sus responsables a asumir hasta las últimas consecuencias el lado oscuro del relato. No me parece lógico que tras plantar la semilla del mal y del caos -a través del anarquista personaje del Joker-, ésta nunca crezca del todo. Bien es cierto que numerosos televidentes se disponen a matar al tipo que quiere desvelar la identidad de Batman, pero, al final, los hermanos Nolan no se atreven ni a poner en entredicho la moral del héroe enmasacarado (que queda por encima del bien y del mal) ni la de los impolutos ciudadanos (en la sonrojante, inverosímil e incluso conservadora secuencia del ferry). Todo para dejar la sensación que el mundo no se sostendría sin justicieros (un poco a lo Liberty Valance pero con menor complejidad).
Definitivamente, a uno le queda la sensación que los Nolan no tienen las agallas que sí tuvo el Fritz Lang de El Testamento del Doctor Mabuse. Será porque ahora están al servicio de un blockbuster o porque, a lo mejor, han dejado atrás su oscura visión de la naturaleza humana que tan bien supieron reflejar en el desalentador final de Memento (ver crítica aquí).
De todos modos, lo que a mí más me defraudó de The Dark Knight -que repito, me ha parecido, en líneas generales, un muy buen trabajo- fue el miedo de sus responsables a asumir hasta las últimas consecuencias el lado oscuro del relato. No me parece lógico que tras plantar la semilla del mal y del caos -a través del anarquista personaje del Joker-, ésta nunca crezca del todo. Bien es cierto que numerosos televidentes se disponen a matar al tipo que quiere desvelar la identidad de Batman, pero, al final, los hermanos Nolan no se atreven ni a poner en entredicho la moral del héroe enmasacarado (que queda por encima del bien y del mal) ni la de los impolutos ciudadanos (en la sonrojante, inverosímil e incluso conservadora secuencia del ferry). Todo para dejar la sensación que el mundo no se sostendría sin justicieros (un poco a lo Liberty Valance pero con menor complejidad).
Definitivamente, a uno le queda la sensación que los Nolan no tienen las agallas que sí tuvo el Fritz Lang de El Testamento del Doctor Mabuse. Será porque ahora están al servicio de un blockbuster o porque, a lo mejor, han dejado atrás su oscura visión de la naturaleza humana que tan bien supieron reflejar en el desalentador final de Memento (ver crítica aquí).