martes, 28 de diciembre de 2010

Gijón 2010 en Dirigido Por



Nos lo pasamos en grande y a la vuelta nos tocó plasmarlo en palabras, pero, con un poco de disciplina y esfuerzo, lo logramos. Por mi parte, ya está disponible en los kioskos mi crónica de Gijón 2010 en el que es mi segundo artículo en Dirigido por. En el texto no están todas las películas que se vieron (sería imposible), pero sí algunas de las más destacadas. Espero que, al menos, sirva de guía para los que no estuvieron y de complemento para los que sí visitaron Asturias. Fue mi primer año y ya tengo ganas de repetir. Gracias a todos.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Caracremada x2


Hoy se estrena en cines Caracremada, una atípica y estimulante película catalana que se pudo ver en la sección Orizzonti del pasado festival de Venecia y que versa sobre la vida en el Pirineo del que fuera el último maquis. Además de la crítica que publico en Miradas de cine, debuto en la revista gratuita en papel Go Mag, con una pequeña reseña sobre el mismo filme que también podéis leer en formato digital (página 77).

No dejen de ver la peli. Requiere cierta paciencia, pero el esfuerzo lo merece.

Saludos!
Carles

martes, 26 de octubre de 2010

Héroes (Herois): altas dosis de azúcar




Bienvenidos a la casa de las gominolas


Mal que nos pese, todo vuelve. No se cansan de repetirlo los expertos en moda y el cine nos lo certifica constantemente. Será que los que fueron niños en los 80 empiezan a asumir cargos de responsabilidad y necesitan revivir mitos infantiles ante la inminente crisis de los 40, pero lo cierto es que Héroes parece un ingenua oda a una época que sólo es ideal porque en ella sus responsables aún no habían crecido. No en vano, el director del filme, Pau Freixas, nació en 1973 y su edulcorada película —que ha coescrito con el un tanto empalagoso Albert Espinosa (1974)— está impregnada por un imaginario ochentero que condiciona toda la ambientación y, al parecer, garantiza una buena acogida (premio del público en Málaga, ovación en Sitges) entre una gama de espectadores que, como él, forman parte de la que se ha conocido como la generación Goonies.

No tengo nada en contra los revivals. Es más, ni tan siquiera me molesta la tan denostada nostalgia en su justa dosis, pero lo de esta película buenista es para echarse a temblar. Y es que una cosa es sentir simpatía por la cultura pop de los 80 —yo soy el primero en bailar al ritmo de Alphaville y celebrar que un Joe Dante o un Michel Gondry recuperen el espíritu de aquellos años— y la otra construir un filme sin matices como el que nos ocupa, un trabajo que resultará naif e inverosímil para todos aquellos que observen la realidad desde una perspectiva mínimamente crítica.

El maniqueísmo de Héroes (y buena parte de sus lagunas en la construcción de personajes) queda patente en la caracterización (y el comportamiento) de los dos protagonistas adultos: uno (Brendemühl) acarrea todos los tics de un imposible yuppie que sólo piensa en una reunión de trabajo, el otro (Santolaria) pretende representar la inocencia de una soñadora (en realidad se trata de una niñata insoportable) que huye de responsabilidades y desea que todos sus días sean mágicos (sic). Ambos no son más que (involuntarias) caricaturas y su encuentro en la carretera sólo sirve, claro, para subrayar la función moralista del relato y advertirnos (golpes bajos de guión y cámaras lentas mediante) que nunca debemos dejar de ser niños; pues la pureza de nuestros veranos (azules) no debería desaparecer cuando nos asentemos en la sociedad adulta.

Aun así, el mayor problema de la película no es ni su apuesta deliberada por la inmadurez ni su tendencia constante a lo cursi sino más bien su absoluta impostura. Freixas y Espinosa no se molestan en esconder sus referentes —un póster de Una historia interminable o una escena nocturna que homenajea a E.T., el extraterrestre son guiños evidentes—, pero intentan hacernos creer que éste es un filme ubicado en la Cataluña rural de los 80 cuando, en realidad, todo lo narrado no es más que un pastiche de citas estadounidenses. De hecho, la sonrojante aparición de una pegatina con propaganda gubernamental (Parla en català) ya nos advierte, desde un buen principio, que estamos ante un producto industrial que, por mucho que se vista como una propuesta local (hay varios intérpretes doblados a un catalán de diccionario y papeles breves para actores catalanes televisivos), no es más que un refrito nostálgico que nada tiene de genuino.

Puede que todo ello se olvide cuando una niña celebra bailando que le han dado su primer beso o cuando un padre felicita a su hijo por ser un “pequeño Vaquilla”, pero durante el resto del metraje uno no deja de sentir vergüenza ajena no tanto ya por la falacia de la propuesta sino por sus pobres recursos formales (esa ampulosa música subrayando todas las escenas emotivas) y su literal destrozo de todo un cine (el producido por Spielberg y compañía en los 80) que, pese a sus defectos, tenía mayor nobleza que esta Héroes, una película con ínfulas pretenciosas y redentoras.

Y es que al final del filme, cuando escuchamos el discurso de Anna Lizaran (excelente actriz de teatro, por cierto) corriendo un tupido velo sobre la muerte e invitándonos a vivir (literalmente) en una cabaña alejada de la cruda realidad, uno lamenta haber pagado la entrada y desea que alguien sabotee esa conclusión reparadora. Quizás una célebre intervención de Homer Simpson hubiera sido pertinente para evidenciar lo absurdo de la situación: “¡Oh, mírame, Marge! ¡Estoy haciendo feliz a la gente! ¡Soy un hombre mágico, que vive en el país feliz, en una casa de gominola de la calle de la piruleta!”. Sarcasmos aparte, el mundo azucarado de Freixas y Espinosa no es tan distinto al que describe jocosamente el personaje de Matt Groening. Lástima que en Héroes la ironía brille por su ausencia…

lunes, 18 de octubre de 2010

Embrión, una rara avis en la cartelera


En la entrevista que publicamos en Transit a Bruno Forzani y Hélène Cattet, codirectores de la excelente Amer, ella mostraba su deseo de encargarse de un remake de Quand l’embryon part braconner, el legendario filme de serie B que Koji Wakamatsu rodó en 1966. Poco debía imaginarse la realizadora belga que, un año atrás (en 2008) y en la misma sección donde compitió con su Amer en 2009 (Noves Visions), ya se había presentado en Sitges Embrión, una peculiar revisión (¡española!) de aquella película japonesa de culto que tanto le (nos) gusta.

Ahora, contra todo pronóstico, Embrión se estrena (en una sola sesión diaria desde el pasado viernes, eso sí) en los Cines Maldà de Barcelona y, dado que difícilmente podrá perdurar en la cartelera mucho tiempo, os invito a verla. No es un título extraordinario, pero sí un trabajo atrevido e independiente (término este que se las trae y que tampoco es positivo de por sí) que logra tomar la premisa original y trasladarla a un entorno que nos es muy reconocible.

No entraré en la descripción del filme (para ello recomiendo la atinada crítica de Tonio Alarcón en Miradas), pero sí diré que, pese a su aspecto un tanto amateur (que echará de la sala a más de uno), se trata de una película muy cuidada, con numerosas ideas estéticas y buenas soluciones formales para un planteamiento minimalista -dos actores, un piso y poco más- que, ante la ausencia de recursos económicos, requería de mucho ingenio para no agotarse en escasos minutos; algo de lo que no carecen sus dos máximos responsables: Gonzalo López y Javier Rueda.

Puede que, a veces, el ambicioso discurso se imponga sobre las decisiones de puesta en escena y que se note (más de lo deseado) que muchos diálogos no son más que monólogos encubiertos, pero, aun así, ver Embrión es enfrentarse a un ejercicio de honestidad, de fe y de algunos logros. El mayor, quizás, la reformulación del personaje femenino, que aquí tiene posibilidad de réplica (algo inexistente en la sumisa protagonista nipona) y logra poner en duda la ideología de un secuestrador masculino que defiende, con una convicción inesperada en estos tiempos que corren, la anarquía y la violencia ante la sumisión capitalista. El problema del tipo, a lo mejor, es, simplemente, que no folla. Pero, aunque fuera así, su situación se las trae y, en buena parte gracias al montaje, uno no pierde interés en lo que le ocurre en una serie de encuentros verbales con una pija, que no es tan tonta como parece a simple vista.

Nacer no es, necesariamente, un motivo de alegría y sufrir es inevitable. Aun así, en el filme de Suárez surge la posibilidad del intercambio de ideas y, a su vez, se reivindica una radicalidad ideológica que, aunque parezca pasada de moda, se echa de menos en tiempos de lo políticamente correcto. Tiempos, estos, tan asépticos como los de una oficina, como los de las producciones industriales o como los del blanquecino piso donde transcurre la acción de Embrión. Tiempos, estos, en los que sólo el color -en bellos filtros giallescos que tiñen los furiosos flashbacks, flashforwards y ensoñaciones del filme- parece ser capaz de hacer estallar la pantalla y removerte del asiento, obligándote a repensar el mundo en rojo. Rojo sangre. ¿Es posible la esperanza?

jueves, 14 de octubre de 2010

El americano, de Anton Corbijn



Paisaje sin redención

No dejan de ser curiosos los lazos que unen ciertas películas en nuestra memoria, de tal manera que, a veces, un encuadre, una mirada o un paisaje activan un recuerdo lejano y nos invitan a pensar en filmes, en imágenes, que antaño vimos y que ahora vuelven a la luz. Cuando esto ocurre, el plano en cuestión se pone en relación con los anteriores y se inscribe en nuestra genealogía particular donde los nexos visuales se producen en libertad, sin categorizaciones preestablecidas. Este tipo de conexiones personales se siguen produciendo con asiduidad, pero mucho me temo que, actualmente, los que escribimos sobre cine nos dejamos influir cada vez más por lo que les leemos a otros en la red y menos por lo que experimentamos en la sala. Tal es el mimetismo crítico que, en ocasiones, los textos se parecen mucho entre sí y, en vez de producirse un enriquecedor intercambio de impresiones online, se repiten conceptos similares hasta la saciedad.

Si revisamos, por ejemplo, lo publicado sobre El americano constataremos que un buen número de articulistas se limitan a citar a una triada infalible de autores (Melville, Antonioni y Jarmusch) que, al parecer de muchos, inspiran el segundo largo de Anton Corbijn y, a su vez, evidencian sus carencias. No seré yo el que rompa totalmente con esa unanimidad —los referentes no son descabellados, en tanto que indican por dónde van los tiros (nunca mejor dicho) en el filme—, pero sería absurdo obsesionarse en un ejercicio comparativo e ignorar que la película tiene otras lecturas posibles, alejadas de una tradición cinéfila acorde con los nombres citados. Sin ir más lejos, el realizador holandés —que, hasta hace muy poco, se ganaba únicamente la vida como fotógrafo— reconoce en varias entrevistas no haber visto demasiado cine y ser un aprendiz en el terreno. Por ello, las razonables similitudes estéticas de su trabajo con El silencio de un hombre, El reportero o Los límites del control pueden ser fruto de la casualidad: ni Corbijn aspira a jugar en la misma liga que aquellos títulos ni probablemente conoce la obra de sus autores con suficiente profundidad.

¿Qué es entonces El americano? Un thriller sosegado y sofisticado en el que el director no pretende epatar al personal con un ejercicio de estilo (aunque, en parte, su filme lo sea) sino sacar partido a un argumento muy manido (el de la novela Un caballero reservado, Martin Booth, 1990) con un notorio despoje de elementos superfluos del encuadre, cuidando al detalle la composición de cada plano. La precisa escena de acción inicial en la nieve o la detallada secuencia en la que se construye un arma son ejemplares en este sentido y marcan la diferencia, confirmando una vez más que el cómo es tan o más importante que el qué. Algo que, por cierto, ya ocurría en Control, el debut cinematográfico del realizador holandés dedicado al líder de Joy Division; un filme que, aun incluyendo varios elementos propios del biopic al uso, se ganaba al espectador gracias a la fotografía, el sonido y las medidas interpretaciones.

Este tipo de detalles se repiten, pues, en El americano, un trabajo en el que Corbijn, sin embargo, relega a un papel secundario la música (la melodía principal es más bien sutil y tiene menos peso que los efectos sonoros) y opta por apoyarse en los códigos del western, de los que se reconoce muy influenciado. No tanto porque incluya una cita directa a Sergio Leone, sino porque se afilia al género cinematográfico por excelencia desde la contemporaneidad. Quedémonos con tres imágenes ilustrativas al respecto: la llegada del forastero (George Clooney) observada con sospecha por los habitantes de un pueblo remoto, el encuentro con una prostituta (armada) en un local que bien podría pertenecer al viejo oeste, y los paseos solitarios de un forajido que parece necesitado de una redención que nunca llega. Si a todo ello le sumamos algún que otro tiroteo y varios elementos propios de una cinta de espías tenemos casi un "James Bond" crepuscular y vaciado, una película de acción condensada donde no hay ni buenos ni malos, ni instituciones ni corporaciones, sólo individuos en una partida en la que enamorarse es, cómo no, el mayor de los riesgos —ya saben lo mal que le fue al agente 007 cuando quiso casarse y sentar la cabeza.

En una de las secuencias iniciales del filme, el protagonista —asesino a sueldo y subministrador de armas— conduce a través de un túnel que separa la culpa de la redención, el blanco del naranja, Suecia de Italia. Logra llegar a la región montañosa de Los Abruzos dispuesto a olvidar, a resituarse, pero, tal y como les ocurría a los desorientados personajes de Genova o Escondidos en Brujas, hay algo que le persigue y que se percibe en su devenir por unas calles de aire medieval. Tanto da que sea americano (hay un par de buenos chistes sobre ello) y que, como tal, procure vivir el presente, porque no puede escapar de la historia, de Su historia. Un sacerdote se lo advierte y el paisaje nos lo confirma. Está atrapado por su pasado. Y aunque la película se vea lastrada por alguna escena inverosímil, por un par de subrayados simbólicos y por una historia de amor de escaso calado, logra transmitirnos ese estado de ánimo, esa imposible redención para un Clooney (para un cuerpo) al que veremos chocar con un entorno que no es (ni puede) ser el suyo.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Debut en el número de octubre de Dirigido por


Hola camaradas. Este mes tengo el privilegio de debutar en la veterana revista Dirigido por. Me he encargado de un reportaje de seis páginas de la última Mostra de Venecia. Tras una introducción-balance, hablo detenidamente de los últimos trabajos de Sofia Coppola, Álex de la Iglesia, Vincent Gallo, Jerzy Skolimowski, François Ozon, José Luis Guerin, Abdellatif Kechiche, Catherine Breillat, Hong Sang-soo, Pablo Larraín y Kelly Reichardt, además del debut tras las cámaras de Casey Affleck, con la controvertida I'm Still Here.

Por ahora, se trata de una colaboración puntual. Veremos qué nos depara el futuro.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Mi palmarés de Venecia 2010

No es que me interesen especialmente los premios de los festivales a los que voy -o que sigo desde casa-, pero uno siempre tiene sus preferencias y, dado que los medios sólo hablan de ello, es difícil resistirse a opinar. Hace unas horas se han conocido los premiados de Venecia. Y, dado que a excepción del premio a la actriz griega y el León de Oro a Coppola, los resultados no me parecen justos...Aquí os quiero dejar el que hubiera sido mi palmarés particular:

León de Oro: Vincent Gallo por Promises Written in Water
León de Plata a mejor director: Sofia Coppola por Somewhere
Premio Especial del Jurado: Meek's Cutoff de Kelly Reichardt
Copa Volpi Actor: Carlos Areces por Balada triste de trompeta
Copa Volpi Actriz: Ariane Labed por Attenberg
Mejor Guión: Black Venus de Abdellatif Kechiche
Mejor Fotografía: The Ditch de Wang Bing

Reservas suculentos: Tsui Hark, Pablo Larraín, François Ozon

lunes, 6 de septiembre de 2010

Venezia!


A quien le apetezca, puede leer las crónicas que voy publicando desde la Mostra.

Saludos a todos desde el Lido!

viernes, 27 de agosto de 2010

Hou Hsiao-hsien, un maestro en los 100 de Miradas

[...] El cine de Hou Hsiao-hsien (China, 1947) está plagado de estos instantes sublimes, de elegantes planos secuencia dignos de un orfebre en los que no hay grandes acciones sino pequeños gestos de los intérpretes, repentinos golpes de aire y halos de luz que se filtran en la escena; incursiones “realistas” que insuflan fluidez a los espacios ordenados (y encuadrados) por el director. Es fácil constatar que el cineasta chino trabaja al detalle la puesta en escena y suele situar la cámara a una distancia preventiva, casi digna de la etapa primitiva. Lo suyo es, más bien, respeto a la mirada del espectador y confianza en el fluir del tiempo en un espacio por el que la cámara apenas se mueve. [...]

Artículo dedicado a Hou Hsiao-hsien en el centenario de Miradas de Cine.

viernes, 20 de agosto de 2010

Venecia, 2010 ¡Allá vamos!




Quedan diez días para que empiece mi festival preferido del año. Ya se sabe la programación oficial y, a priori, hay unas cincuenta películas apetitosas. Demasiadas, seguro. Aquí os dejo, al menos, unas diez que prometen mucho y algunas fotografías. Veremos qué ocurre.

KELLY REICHARDT - MEEK'S CUTOFF
VINCENT GALLO - PROMISES WRITTEN IN WATER
MONTE HELLMAN - ROAD TO NOWHERE
ABDELLATIF KECHICHE - VENUS NOIRE
SOFIA COPPOLA – SOMEWHERE
CASEY AFFLECK - I'M STILL HERE
MARCO BELLOCCHIO - SORELLE MAI
JOSÉ LUIS GUERIN – GUEST
SANG-SOO HONG - OKI-EUI YOUNG-HWA (OKI'S MOVIE)
JOÃO NICOLAU - A ESPADA E A ROSA

miércoles, 14 de julio de 2010

Miradas de Cine: 100 números!!!

Asombrosa cifra la de los 100 números de una de las revistas digitales más veteranas y comprometidas con el cine contemporáneo. Yo crecí leyéndola en sus inicios y ahora tengo el gusto de formar parte de la redacción y poder celebrar este acontecimiento. A lo largo de los próximos meses, se irán publicando semanalmente una serie de semblanzas de los 100 cineastas predilectos de la redacción. Además, si todo sale según lo previsto, de todo ello saldrá una publicación en papel que vendrá a definir el sentir de redactores y colaboradores que participan en este proyecto. Mi encargo fueron tres directores de lo más variopintos: Jacques Tati, Hou Hsiao-hsien y King Vidor. En cuanto los textos vayan apareciendo, os lo haré saber.

¡Disfruten, por ahora, del resto del número y de los artículos venideros!

domingo, 6 de junio de 2010

El cine como espacio decadente, en Kabul



¿Qué significa el término "cine"? Para muchos, aún, un espacio. Un lugar al que cada vez vamos menos (festivales aparte) y que se ve sometido a transformaciones y nuevos usos que escapan a nuestro control. Unos meses atrás, comentaba por aquí que en algunas salas de Barcelona se programa un partido de fútbol. Nada chocante, comparado con lo que leo ahora. Lo cuenta Plàcid Garcia-Planas en una excelente crónica de los hábitos de los afganeses en tan sacrílego espacio. No está de más confirmarlo, pero lo que una vez nos contaron Tsai Ming Liang sobre Taiwán (Goodbye Dragon Inn) y Brillante Mendoza sobre Filipinas (Serbis) parece cada vez más frecuente. ¿Será por fin el cine el lugar donde desatar las bajas pasiones, donde sublimar por fin los deseos que una vez nos prococaron lo que vimos en las pantallas?

martes, 1 de junio de 2010

¡Transit 5 online!


Contenidos

PANORÁMICA (8)
Two Lovers (1) (Cloe Masotta)
Two Lovers (2) (Paula Arantzazu)
Lourdes (Carles Matamoros)
Sweetgrass + entrevista (Laura Menéndez)
Visage (Carles Matamoros)
Fantástico Sr. Fox (Toni Junyent)
Wakaranai (Mônica Jordan)
The Girlfriend Experience (Óscar Navales)

CIRCUITO (3)
BAFF : crónica (Gerard Alonso Cassadó)
Play-Doc Tuy: crónica + entrevista (Laura Menéndez)
Entrevista a Atom Egoyan (Alejandro Díaz & Joan Sala)

RE/VISIONES (4)
Entrevista a Joao Pedro Rodrigues (C. G. Lahera, Cristina Á., Jesús Cortés)
Los "extraños caminos" en el cine de Rodrigues (Cristina Álvarez)
El fantasma de Le Prince (Daniel Moureza)
Husbands.40 aniversario (Jesús Cortés)

DERIVAS (3)
"Asociación libre: Enlaces acuosos” (Covadonga G. Lahera)
Los remakes (Gerard Casau)
La cuestión Tarantino (Ricardo Adalia)

EXPOSED CINEMA (2)
Apichatpong / Rossellini (Cloe Masotta)
At Land / Between Two Worlds / At Sea (Covadonga G. Lahera)

lunes, 24 de mayo de 2010

Transe: Lo mejor de los 2000s (y 2)


TRANSE (en "Lo mejor de la década en Miradas de Cine", segunda parte)

La Europa inaprensible


Mientras escribo estas líneas, el Banco Central Europeo se compromete a participar en un fondo económico de emergencia que, al parecer, además de salvar la decreciente cotización del euro, garantizará la liquidez de los países más débiles de la comunidad (España, Grecia, Portugal...) y ayudará a sortear el estado de crisis actual. Desconozco hasta dónde llegará esta medida extrema (ustedes mismos lo intuirán cuando lean este artículo) que algunos califican de histórica, pero lo cierto es que este gesto bancario bien merece una reflexión sobre la idea de Europa —sintetizada, por ahora, en los 27 estados que conforman la Unión Europea— que tantos ríos de tinta ha hecho correr en los últimos años. No pretendo ejercer de analista político, pero mucho me temo que, aunque se insufle optimismo a los mercados bursátiles, Bruselas seguirá quedando muy lejos del ciudadano de a pie y difícilmente podremos competir en la misma liga que Estados Unidos o China.

Una lástima. Porque algunos políticos —quizá remontándose a un pasado pretérito, quizá valorando los logros tras la Segunda Guerra Mundial, quizá imaginando que lo del esperanto sólo fue un desliz— aún confían en hallar (o construir) una añorada identidad europea que nos una, en vez de separarnos. No cuela. Y menos en tiempos de mestizaje, de tránsito hacia algo que se nos escapa, de fusión. Lejos de despachos ovales, de batallas retransmitidas por televisión y de cuentos multiculturales, la guerra continúa. Y es más cruenta que nunca. Los inmigrantes, claro, son los nuevos soldados. Los que, allí por donde vamos, intentan encontrarse a sí mismos mientras escapan del inagotable miedo al Otro; aquel al que tememos porque no comprendemos.

Por ello, aunque en los delirios de su protagonista lo parezca, Transe (Trance, Teresa Villaverde, 2006) no puede ser un cuento de hadas. Sino más bien un vía crucis que, tal como le gusta decir a su directora, nos hace pensar en el Infierno, descrito por una Santa Teresa de Jesús que en sus vivencias nada entiende de políticas de inmigración bienintencionadas. “Tengo miedo de morir y que nadie lo sepa”, exclama Sonia (Ana Moreira) mientras se prepara para dejar San Petersburgo y emprender su viaje hacia el Frente (hacia más allá de la frontera). No hay vuelta atrás y lo sabe. Pero merece la pena intentarlo. Procurar ser alguien. Aunque su recorrido por las carreteras secundarias del continente, resulte un salto al vacío. Sin red ni uniforme.

En su memoria, un pasado mítico. En su mochila, un visado. En su horizonte, lo desconocido. En su sueño, un príncipe de una Rusia que ya no existe. Alrededor, un bosque que se extiende, un viento que sopla y una placa de hielo que se resquebraja. Blancas, tan blancas como la nieve, son las primeras imágenes de un filme que, al igual que los más inaprensibles títulos contemporáneos —de Demonlover (Olivier Assayas, 2002) a Inland Empire (David Lynch, 2006)—, se nos escapa de las manos y nos cala los sentidos, arrastrándonos por un universo sin referencias geográficas, por distintas estancias donde el personaje (nuestro guía) se siente perdido, abolido por el espacio circundante. ¿Qué hacer? ¿Cómo escapar del laberinto? La cineasta portuguesa no nos lo pone fácil. El suyo es un cine de mutantes, de seres excluidos por la sociedad, de tipos que deben adaptarse para sobrevivir. Es también un microcosmos de miradas gélidas, planos sosegados y tramas elididas. Quizá Moreira, nuestra frágil e irrepetible Sonia, se las apañara en Vidas rotas (Os Mutantes, Teresa Villaverde, 1998), pero aquí el pastel es mucho mayor. Poco se puede hacer ante quien controla tus movimientos, tu cuerpo, tu precio. El mundo (tu mundo) se hunde. Y vamos a ser testigos de ello, sin concesiones.

Una imagen sintetiza tu tragedia. Estás sentada en un burdel. Te han maquillado y adornado con un vestido oscuro. Eres un objeto de deseo y la iluminación del local parece saberlo. Nada, sin embargo, logra engañarnos. Ni la festiva melodía que oímos de fondo. Ni tu belleza atroz. Tu rostro está absorto, ausente. Ya te has visto anulada como ser. Apenas sientes y ya no eres. Y por mucho que luego te mires en el espejo, ya no puedes reconocerte. El tuyo ha sido, quizás, un trayecto tremendista, si acaso extremo. Imposible para todos, pero posible para algunos. La fábula, aún más dolorosa, vuelve a asomar en tu final. Sabemos que has ido de Rusia a Portugal. Pero sólo has logrado vislumbrar un espejismo. Una imagen que no es sólo la de tu disolución sino también la de una Europa que, aunque la hayas cruzado, nunca ha existido como tal. Un continente que ahora, más que nunca, es tan sólo una ilusión. Un holograma —bien promocionado— en tu miseria diaria.

viernes, 21 de mayo de 2010

BAFF 2010: Colección de reseñas


Mientras en Cannes se discute si es mejor la de Godard, la de Api o la de Oliveira (o ninguna de las tres merece la pena, como piensan otros medios), aquí nos comemos las uñas y disfrutamos (o no) de las películas procedentes de grandes festivales que podemos ver en Barcelona.

Un buen escaparate es, sin duda, el BAFF, el festival de cine asiático por excelencia del que Antoni Peris y un servidor os sirven una extensa crónica de todo lo que vimos en Miradas de Cine. Dado que nos hemos repartido los filmes, os dejo aquí sólo los que he escrito yo.

Un abrazo a todos!

......

Wakaranai, de Masahiro Kobayashi (Japón, 2009). S.O.

Medio siglo después aún perdura vivo en el recuerdo el último plano de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959). Aquel donde el rostro congelado de Antoine Doinel (encarnado por un joven Jean-Pierre Leáud) venía a sintetizar una mirada distinta -salvaje y de una brutal intimidad- a la realidad circundante. Las cosas (para el cine y para el mundo) han cambiado mucho desde entonces, claro, pero Kobayashi es hoy quien recoge el testigo de Truffaut en el Japón contemporáneo y sigue a su Doinel particular, al que engancha su cámara y persigue con angustiosa tozudez. Lo esencial, aquí, no es atrapar un rostro sino más bien un cuerpo en constante movimiento, el de Kawai, un adolescente que, en sus inquietudes, no se aleja tanto de aquel muchacho francés. Si bien su panorama es harto más desolador, cuasi propio del cine de los Dardenne. No parece que, por mucho que lo intente, vaya a poder escapar de su situación. Lo prueba buscando alternativas a su exclusión social, a su pobreza y a su ausencia de referentes, pero por mucho que corra más allá de los límites de la cámara -huyendo, quizás, del registro testarudo del cineasta- acaba condenado a una reclusión, a un encierro capitalista que denuncia Kobayashi desde el verbo y el cuerpo. El logro, pese a las reminiscencias a otras obras y la tendencia a ciertos subrayados, es notable.

Weaving Girl, de Wang Quan'an (China, 2009). S.O.

No voy a ser el único que lo confiese, pero el primer nombre que se me vino a la cabeza viendo esta película fue el de Isabel Coixet. Pues el relato guarda un considerable parecido con el de Mi vida sin mí (2003) y conserva esa voluntad vitalista ante la llegada de la muerte. Hasta aquí los parecidos. Porque, alégrense, el filme Quan'an (que había dirigido antes La boda de Tuya) logra escapar de la gravedad melodramática de la catalana y opta por un tono, entre desencantado e irónico, que cala en el espectador cual melodía rugosa. Sí, el argumento es familiar. Y la puesta en escena y la denuncia social quedan lejos de la brillantez de un Jia Zhang Ke, pero este es un filme digno y con al menos un par de secuencias de alto calado emocional. Será que tengo debilidad por los breves encuentros amorosos y por los acercamientos a las ruinas (ya sean emocionales o de China), pero me sentí muy cercano a lo narrado y pensé en la posibilidad de disfrute de un espectador intermedio; no tan necesitado de autores radicales y sí de filmes que respeten su inteligencia mientras retratan el mundo que les rodea, con sencillez y cercanía.

Paju, de Park Chan-Ok (Corea del Sur, 2009) S.O.

Incomprensiblemente premiada en el último festival de Las Palmas, fue esta una de las cintas de menor interés de toda la sección competitiva. Pretendido retrato de la feminidad, estamos ante un drama con trasfondo incestuoso que esconde sus deficiencias en una construcción argumental tan alambicada como confusa en la que, flashbacks mediante, la cineasta pretende antes epatar que narrar desde la distancia justa. Los golpes de efecto están a la orden del día y sólo el interés de la directora por el entorno suburbano de Paju (localidad cercana a Seúl) consigue sugerirnos ideas de interés. Pues el filme, pese a su innegable torpeza narrativa y sus insuflas autorales, funciona como termómetro documental de toda una serie de conflictos que afectan a una zona del mundo que, como tantas otras (ejem), se ve perjudicada por la especulación inmobiliaria.

Au Revoir, Taipei, de Arvin Chen (Taiwán, E.E.U.U., 2010) S.O.

Será que no consumo suficiente cine oriental comercial, pero cuando entré en la sala mi imagen de Taipei estaba asociada a la obra de Tsai Ming Liang y a todo su retrato desencantado de los espacios urbanos. Al parecer, me equivocaba. El primer plano del filme, con el bello skyline de la capital taiwanesa, me hizo pensar en el Manhattan de Woody Allen y disuadió mis prejuicios. Por un instante, incluso imaginé que nos moveríamos en una comedia romántica de espíritu similar a la del neoyorquino. Nada de eso. La aclamada (por el público y el jurado) ganadora del Durián de Oro pertenece a otra categoría no del todo desdeñable: la de las películas absurdas. Tanto por su desatado humor -entre naif, físico e idiota- como por su propia condición de pieza irrelevante. Liviano y sin pretensiones, el filme agradece su tono relajado y escasamente pretencioso pero queda lejos de las expectativas (y las alabanzas) cosechadas. Sí, uno se echa unas risas con tres o cuatro de sus gags, con algún que otro baile y hasta sale de la sala tarareando una melodía pegajosa... pero poco más. Arvin Chen saca partido de un humor cercano al anime japonés muy del gusto del público catalán (aquí todos hemos crecido con mangas del país nipón), pero queda muy lejos de los referentes que se le atribuían: Linklater, Demy y Tati. Una verdadera decepción.

Karaoke, de Chris Chong (Malasia, 2009) S.O.

Los que me conocen saben de mi debilidad (de mi placer culpable, si prefieren) por los karaokes. Espacios a los que no suelo asistir como intérprete, pero que contienen un gran potencial cinematográfico al ser capaces de sublimar las emociones de los personajes, aglutinar grupos humanos de distinta condición y dar lugar a la catarsis colectiva. Que el debut de Chong se sitúe en un destartalado karaoke -y que varios personajes se dediquen a rodar clips musicales para este- era ya de por sí motivo de mi interés. Pero es que el filme en sí resultó ser una de las mayores sorpresas del festival, una obra enigmática, lúcida y sofisticada. A lo mejor, como me decía a la salida la compañera Anna Petrus, se trata de una película afrancesada, muy dirigida al público occidental y a los programadores de la Quincena de Cannes. Pero, aunque así fuera, tanto ella como yo salimos convencidos de haber dado con un cineasta capaz de heredar los modos de un Apichatpong Weerasethakul sin caer en la burda imitación. Con un admirable juego con la distancia -aquellos planos lejanos donde se percibe la presencia de un observador invisible, aquellos bailes cercanos de la cámara alrededor de unos rostros en claroscuro-, Chong viene a reflexionar sobre el inexorable paso del tiempo en una historia mínima donde un joven descubrirá, paseo digresivo por el bosque mediante, que su hogar ya no es el que conoció. Y que el mundo, muy a su pesar, se transforma. Muy recomendable y placentera. Una pequeña joya tan angustiosa como divertida.

Mother, de Bong Jong-Ho (Corea del Sur, 2009) Asian Selection

Debía suceder tarde o temprano. Por mucho que su curiosa pieza destacara en el discreto filme colectivo Tokyo! (V.V.A.A., 2008), Bong corría el riesgo de estancarse y Mother es, pese a su indudable interés, una prueba de ello, un síntoma de agotamiento. ¿A qué nos enfrentamos? Pues a una película que, al igual que otras tantas producciones coreanas, se adscribe gustosamente en aquello que algunos han conocido como hipergéneros. Esta vez son los códigos genéricos del cine negro, la comedia y el drama los que conviven sin alcanzar el equilibrio logrado en la excelente Memories of Murder (2003), cota irrepetible para el cineasta coreano que aquí se empeña en repetir la misma fórmula con unos ingredientes parecidos. No funciona. O, al menos, no del todo. Quizá por la necesidad de cerrar todos los senderos abiertos. Quizá porque desprende un cierto déjà vu. Quizá por algún que otro truco de guión. Quizá porque ya no nos atrapa. Y eso que la figura de una madre coraje, como símbolo de toda la ciudadanía coreana oprimida, funciona a la perfección. Hasta el punto que el crimen y la desmemoria no nos parecen tan graves ante lo inoperante del sistema. Tal es la ambigüedad de una propuesta que, aun no convenciéndonos, invita al debate.

Manila, de Raya Martin y Adolfo Borinaga Alix Jr. (Filipinas, 2009) S.E.Asiático

He aquí un inesperado díptico firmado (y rodado) al alimón que se inspira en dos clásicos del cine filipino: Manila by night (Ishmael Bernal, 1980) y Jaguar (Lino Brocka, 1979). Compartiendo a un mismo protagonista -el bello actor Piolo Pascual- que ejerce como objeto de deseo y álter ego de los cineastas, ambas piezas conversan en las calles de una Manila contemporánea donde, por mucho que la producción la maquille con un límpido blanco y negro, aún siguen vivas las tensiones que tanto atraparon a los autores clásicos homenajeados. Perjudicada por un cierto academicismo y por una marcada ausencia de ritmo en su primer tramo, la pieza tiene logros fugaces en su construcción del thriller y, muy especialmente, en su vertiente documental. Son precisamente los planos de los espacios urbanos, los pequeños detalles del entorno y algún que otro apunte estético lo más atractivo de esta propuesta fallida, limitada y rodada con una cierta desgana. Suerte que, en un par de sorpresivas apariciones a todo color, Lav Diaz le da un toque humorístico a todo un proyecto que, a nuestro entender, deja bastante que desear.

Manila by night, de Ishmael Bernal (Filipinas, 1980) S.E. Asiático

Es difícil dar con las palabras adecuadas para describir un filme de esta magnitud. Ni sus desmesurados 150 minutos filmados en vídeo de baja calidad ni las malas condiciones de la copia proyectada en el único pase del CCCB impidieron que esta fuera, para algunos de nosotros y quizá para los escasos espectadores, la película del festival. Una suerte de fresco monumental, deslavazado, hilarante y emotivo, sobre una Manila que, por lo que vemos, entró en un estado catatónico, libertario y atroz durante la década de los 80. Sin pensar en lo que dirán y llevando al límite las posibilidades expresivas de la cámara, Bernal supo atrapar el sentir de una comunidad. Poco importan sus errores técnicos, las escenas gratuitas y la infinidad de personajes, porque esta es una película de estados de ánimo, de vivencias al límite; de saunas y discotecas, de prostíbulos y drogas, de sexualidad y hedonismo, de petardos y disparos, de machismo y amor, de vida y muerte. Una obra festiva en la que, mientras recordamos al Fellini de La dolce vita (1960) y Roma (1972), incluso se nos pasa por la cabeza la movida madrileña y el primer Almodóvar. Aunque, claro, el panorama es, a su vez, terrible. Y, aunque huye de los discursos, Bernal sabe filtrar una vertiente trágica en la vida de una serie de seres sin escapatoria. Situados en el fin de su mundo.

Independencia, de Raya Martín (Francia, Filipinas, Bélgica, Holanda, 2009) S.E. Asiático

Ejercicio de memoria histórica y ensayo cinéfilo, Independencia es una de las piezas más accesibles (y logradas) de la prolífica trayectoria del joven Raya Martin. Optando esta vez por un metraje breve y adoptando fórmulas del cine silente, el cineasta filipino se remonta al pasado de su país y reflexiona sobre la representación justa de la invasión estadounidense. El loable objetivo del autor es restaurar la mirada del espectador, recuperando así la sencillez de los planos generales fijos y el relato breve de trasfondo naturalista. El peligro era caer en la momificación o, peor aún, en la pedantería. Martin salva esos escollos y, aun planteando una propuesta no apta para todos los paladares, logra que nos sintamos cerca de un tiempo que ya no volverá y, a su vez, vivamos en nuestra piel el terror de los oprimidos en una secuencia (la de la tormenta) que es toda una declaración de intenciones y un navajazo inolvidable a nuestras pupilas. Lástima que la vertiente oral -los diálogos, los cuentos- no esté a la altura de la puesta en escena y de la belleza de todos los planos (los impagables sueños). Algo que no impide que estemos ante un filme notable que merece los grandes calificativos que ha ido recibiendo allí por donde se ha proyectado.

The Housemaid, de Kim Ki-young (Corea del Sur, 1960) Focus en Corea del Sur

Entre los varios clásicos coreanos que programó esta edición del BAFF, este era el más invisible (aunque sea de un filme esencial en la historia de su país) y, probablemente, el más esperado. Éxito de público auspiciado por el apoyo de Martin Scorsese a la producción -que, por fortuna, ha sido restaurada digitalmente-, The Housemaid es, desde ya, una película de culto que bien justifica un festival. Antes de que el remake de Im Sang-soo acaparase los focos en Cannes 2010, fue de lo más apetecible disfrutar en una sala llena de lo que a algunos nos pareció una demencial relectura de Ensayo de un crimen (Luis Buñuel, 1955) sólo apta para cinéfagos. La trama es atroz y de un humor macabro que sorprenderá a más de uno. Pues el maquiavelismo de la niñera y el cinismo que empapa toda la producción contagian a un espectador que asiste a un thriller digno de una sesión de medianoche y, a su vez, rodado con una exquisitez inusual. El horror y el humor van de la mano y muchos dudamos que Kim se tomase del todo en serio su relato. Poco importa. La disfrutamos por sus detalles (ese veneno), sus miradas y sus giros repentinos. Y desde aquí, en vez de dedicarme a desgranar la historia, sólo me queda la opción de recomendarla. De ella, mi compañero de crónicas, Antoni Peris, opina que esta pieza inolvidable remite, además de a don Buñuel, a Preminger, Hitchcok y el dúo Zucker–Abrahams. No seré yo quien le desmienta. Tras verla, uno sabe que no todas las Mary Poppins son precisamente ingenuas...

jueves, 22 de abril de 2010

La década de los 2000 en MdC


Pues sí, aquí está la primera parte del especial dedicado a la década de los 2000s de Miradas de Cine. Esta incluye la votación de lo mejor por numerosos críticos, varias reseñas de algunas de nuestras películas preferidas y un par de artículos más valorativos y/o generales.

Además de ofrecer mi particular selección de preferencias, participo con un texto dedicado a la irrupción del digital. Os lo dejo a continuación. Espero que disfrutéis del especial.



El futuro se conjuga en presente (o el triunfo del digital)

Es difícil averiguar cuándo sucedió. En qué momento de la pasada década el cinéfilo de a pie empezó a cuestionarse (ni que fuera por mera curiosidad) si lo que estaba viendo en la pantalla de su cine era resultado de un rodaje en celuloide o en digital. Mientras muchas salas aún no se decidían a dar el salto a un nuevo modo de proyección y la llegada de la TDT se anunciaba como una revolución que no sería tal, las nuevas posibilidades tecnológicas iban expandiéndose cual virus irrefrenable que alcanzaba tanto a las obras de ínfimo presupuesto como a las superproducciones mainstream. Nadie se había vestido de duelo para despedir a la imagen fotoquímica y, sin apenas darnos cuenta, ya nos habíamos familiarizado con términos como HD, DV, píxeles o motion capture. El tan anunciado futuro estaba aquí, sin vuelta atrás.

Las suspicacias que nos despertaba a algunos este presunto avance tecnológico eran considerables; pues no era fácil dilucidar hasta qué punto la aplicación de las innovaciones técnicas se debía sólo a la necesidad económica de reclutar espectadores tecnofílicos para la causa (como sucede, por ahora, con el viejo sistema 3D) y no a la tan cacareada voluntad de democratizar el acceso al cine (para verlo y para rodarlo). No íbamos a pecar de ingenuos y, en esa etapa de transición, éramos un mar de dudas. Años atrás, como a tantos otros, nos había sorprendido el estreno de cintas en vídeo como Los idiotas (Idioterne, Lars von Trier; Dinamarca-Suecia-Francia-Holanda-Italia, 1998) o El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez; Estados Unidos, 1999), pero seguíamos creyendo que el cine directo merecía más la pena que el movimiento Dogma y que una grabación amateur no podía competir con las composiciones de nuestro autor preferido.

Inocencia, dirán algunos. Actitud reaccionaria, dirán otros. Pero lo cierto es que teníamos suficiente memoria —la que va del cinerama al sistema IMAX— como para poner en cuarentena la revolución y pensar que, como tantas otras, la moda iba a pasar de largo. Por una vez, no fue así. Lo digital arrasó con casi todo (hoy el montaje tradicional es casi una anomalía) y los que antes soñaron con las posibilidades de la imagen electrónica (de Antonioni a Coppola, pasando por Godard) dispusieron ya de la tecnología para dar rienda suelta a sus inquietudes estéticas. Nos iba a costar admitirlo, pero algunos de nuestros cineastas preferidos (Lynch a la cabeza) “creían” en la nueva religión y, por mucho que algunos “resistentes” renunciaran —y renuncien— a ella (como hizo Chaplin con la llegada del sonoro), no nos quedaba otra que subirnos a un tren que ya no se frenaba en la estación de los Lumière sino que alcanzaba una fábrica china capturada por Wang Bing y, a su vez, era comandado por un Tom Hanks animado bajo el nombre de Polar Express.

Extraños tiempos para la lírica. Quizás. Pero nuevos (y excitantes) tiempos al fin y al cabo. No siempre uno tiene la ocasión de experimentar en directo una transformación de este calibre y, al igual que Internet, el cine es hoy un lenguaje expresivo expandido que aparece en los lugares más inesperados (del museo al teléfono móvil) mientras las industrias tradicionales resisten tímidamente su embestida inmaterial (pues la imagen digital no es más que un conjunto de unos y ceros) que todo lo retransmite y todo lo pone en duda. Hasta tal punto que, incluso la filmación aparentemente más nítida y demoledora de lo que llevamos de siglo (la caída de las Torres Gemelas en directo), parece confundirse en el sinfín de imágenes virtuales que pueblan nuestro día a día y que llevan a cuestionarnos hasta qué punto la hípervisibilidad y la simultaneidad nos permiten comprender mejor el mundo que antes, cuando sólo teníamos un canal y nada sabíamos del hipertexto.

Por fortuna, el ingenio de ciertos creadores nos ha ayudado a salir del paso y a encontrar películas (si es que este término aún debe seguir utilizándose) a las que agarrarse. Pues, más allá de reducir costes y epatar con efectos especiales, el cine digital ha dado lugar a nuevas estéticas (a nuevas texturas de la imagen, si prefieren) que, tal como ha sucedido en otras artes como la escultura o la pintura, permiten afrontar el registro y la representación de la realidad de un modo indudablemente distinto y enriquecedor. En los dosmiles encontramos tanto filmes que reflexionan sobre el estado (visual) de las cosas —de Redacted (Brian De Palma; Estados Unidos-Canadá, 2007) a Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves; Estados Unidos, 2008— como cineastas que ya saben aplicar las nuevas posibilidades a su estética mutante —de Michael Mann a David Lynch. Por no hablar de todo lo que ha implicado la irrupción de Youtube (y similares) en el modo de consumo y producción de imágenes al margen del stablishment. Todo un mundo por descubrir.

Aun así, conviene mantener la calma y no perder los estribos. Sería fácil dejarse llevar por la corriente y pensar que la web 2.0. nos hará libres (cuando todas las instituciones poderosas están en ella) y que el talento cinematográfico saldrá a borbotones (ahora que todos tenemos acceso a una cámara y podemos expresarnos visualmente), pero las cosas no son, para nada, sencillas. Y en esta perturbadora complejidad es donde deberemos movernos (con pies de plomo) los que intentamos dar sentido a las imágenes que conforman algo que, en vez de cine, se ha venido a llamar el audiovisual. Para bien y para mal. Que el digital nos coja confesados.

lunes, 29 de marzo de 2010

Transit 4, online

Aquí está, recién salido del horno!

Panorámica
Vincere
Melancholia
I'm not there
En tierra hostil
Shutter Island
Un profeta
Mother
Vengeance

Circuito
Crónica Punto de Vista 2010
La película de PdV (Retour to Kotelnitch)
Crónica Las Palmas 2010
Entrevista a Philippe Grandrieux

Re/visiones
Las playas de Rohmer
Max Linder
Las Up Series

Derivas
Los paréntesis (Linklater, Suwa, Lean)
Carta a Eric Rohmer
Quiero ver: derribando las ruinas de la imagen cinematográfica

Exposed Cinema
Montaje a propósito de El estrangulador de Boston y Carretera perdida
Montaje a propósito de Shirin y los Screen Tests de Warhol
Montaje a propósito de Los condenados y El hombre de Londres.

jueves, 11 de marzo de 2010

Imamura, otro (re)descubrimiento

Artículo publicado en Cinearchivo

PACK SHOHEI IMAMURA

Unos meses atrás, nos congratulábamos de la recuperación por parte de Avalon de tres títulos de juventud de Seijun Suzuki. Ahora le llega el turno a otro célebre autor japonés, Shohei Imamura, reconocido en Europa por títulos como La balada de Narayama (1983) o La Anguila (1996), pero indudablemente relevante ya durante la década de los 60 donde alcanzó altas cotas de innovación formal dentro de lo que se conoció como la “nueva ola” nipona.



The Insect Woman (1963)

Tome nace en el Japón rural en un invierno de 1918. La pobreza marca su existencia y su padre, Chuji, un hombre con un considerable retraso mental, es quien se encarga de cuidarla. Entre ambos surge una relación con apuntes incestuosos que permanecerá latente durante todo un relato que gira alrededor del papel de la mujer en un país que, tras la dolorosa derrota en la Segunda Guerra Mundial, deberá enfrentarse a los retos de la vida moderna.


Quizá por un exceso de pereza cinéfila o porque existe algo de verdad en ello, la historia del cine suele dividirse en dos etapas muy marcadas: el clasicismo y la modernidad. Ambas, según los cánones tradicionales, no habrían nacido aún durante el período primitivo y entrarían en una etapa de disolución a partir del auge de la posmodernidad en los 80. Un filme como The Insect Woman serviría, al menos, para poner en duda esta distinción “eurocéntrica”, pues se trata de un trabajo marcadamente híbrido que bebe tanto del más moderno de los clásicos japoneses (Yasujiro Ozu) como de los aires renovadores que recorrían el cine mundial por aquellos años. Ubicar a Imamura es, por tanto, un ejercicio crítico de lo más complejo; pues limitarse a constatar las (posibles) influencias de la nouvelle vague no es más que quedarse en la epidermis de su estilo que parece ser hijo tanto de una cierta tradición estética como del estado turbio de las cosas.


El arco histórico japonés plasmado en su película -desde la decadencia del sistema feudal a la boda real televisiva, pasando por la traumática rendición del Emperador Hirohito- no es ya el centro de la narración, sino más bien el runrún de fondo (que emerge, abruptamente, en imágenes documentales) que condiciona el devenir de unos personajes que se mueven en un contexto mutante, pero que dirimen sus conflictos en la privacidad del hogar, quedando lo público en la lejanía. Tome, la protagonista, no deja de ser una extensión del insecto (y por ende de la condición de la mujer en su país) que aparece en la primera secuencia del filme y que lucha, no sin dificultades, por seguir su camino en un terreno montañoso. Su esfuerzo no será el de la mujer sufridora y sacrificada sino el de la que sabe que, para sobrevivir, es necesario adaptarse. Por mucho que sus comportamientos -como los de cualquier otro animal- disten de lo modélico y nos acerquen a una visión de la condición humana cruda y desencantada.


El relato ya advierte varias de las singularidades estilísticas que irá desarrollando Imamura que aquí plantea un filme río formado por densas cápsulas vitales que expiran con la congelación de la imagen y que vienen a ser una precisa síntesis de la variante trayectoria de una mujer que supera el estatus de víctima y que, aprovechando las transformaciones sociales, alcanza el de verdugo. El cineasta, confiando en la participación del espectador, no juzgará tales acontecimientos que narrará en espacios marcadamente cerrados -la profundidad de campo no impide la sensación claustrofóbica que invade el filme- y que acabarán conjugando un sutil recorrido -con incluso pequeños apuntes de una turbadora carnalidad- sobre el papel del matriarcado en la formulación de la sociedad japonesa moderna.


Intentions of murder (1964)

Sadako es tratada como una criada por su marido que, antes de ver a ella como una compañera, la considera poco más que un cuerpo (de una sirviente poco atractiva) en el que depositar sus impulsos sexuales. Violada, asimismo, por un ladrón que irrumpe en su casa cuando su marido está ausente, Sadako intenta escapar de la desesperación mientras descubre inesperadamente su sexualidad y duda entre suicidarse, asesinar al raptor o ir en su búsqueda para recuperar el tan ansiado deseo.


La sinopsis podría despistar a más de uno, pero este no es un filme que encuentre en la sumisión sexual de la mujer una solución a las aspiraciones de esta. Más bien todo lo contrario. Algo que queda patente desde la primera secuencia de Intentions of murder. Aquella en la que la cámara deambula por una casa que parece vacía y en donde, sin embargo, se advierte el ambiente enrarecido, viciado, en el que trascurrirá un relato que parte de una imagen aterradora, la de una rata blanca doméstica que no parece inmune al ambiente opresor cuando da vueltas, irremediablemente atrapada, en su jaula.


El personaje aquí recluido es, de nuevo, una mujer. En este caso, una ama de casa que, en parte por su educación represiva, en parte por su físico poco llamativo, parece incapaz de huir de la herencia fantasmal de sus antepasadas (“Siempre me regañan por una abuela a la que nunca conocí”, llega a exclamar en una desesperada voz en off) y escapar de una existencia aletargada y deprimente a la que Imamura, partiendo del cliché -la familia aburrida y estereotipada, con suegra molesta incluida- , sabrá imprimir un giro de lo más sugestivo que dará lugar a una compleja reflexión sobre el deseo, la envidia y la muerte. Todo ello, en un fresco de 150 minutos que requiere una cierta implicación del espectador que asistirá a un relato cronológico y pausado, saboteado por flashbacks -que surgen a modo de inesperados flashes de la protagonista-, y que no escatimará algunos apuntes excéntricos más presentes en otros trabajos del japonés como Agua tibia bajo el puente rojo (2001).


Narrado al ritmo de los trenes que pasan cerca del hogar de Sadako, el filme viene a recordarnos que Imamura fue discípulo de Ozu y que, como aquel, se mostró extremadamente riguroso en lo que se refiere a la puesta en escena, cuidando al detalle cada uno de sus encuadres. Aun así, los instantes más memorables del filme no se producirán durante sus también célebres planos fijos interiores sino más bien en un par de tramos exteriores: el asombroso travelling y la posterior persecución / enfrentamiento entre los amantes en el ferrocarril, y las dos muertes -una trágica y presumible, otra rotunda e inesperada- que acontecen tras la huida por la nieve. Es en aquellos instantes cuando la emoción -casi siempre contenida; pues lo melodramático se ausenta de la ficción- estallará en el plano, rompiendo en pedazos las vidas de los protagonistas y advirtiendo la arbitrariedad de la existencia mientras, a su vez, se celebran las bajas pasiones y el amour fou como remedio al tedio diario.


The Pornographers (1966)

Subu es un realizador de cine porno casero. No considera nada negativo en su profesión ilegal porque le sirve para pagar su piso y ayudar a su compañera sentimental, Haru, y los hijos de esta. La pareja de Subu, sin embargo, no consigue desligarse de las ataduras con su fallecido marido, que piensa que se ha reencarnado en una carpa que le regaló antes de morir.


Sólo una estrategia comercial puede explicar el título occidental de este filme que, tal como se apunta en el subtítulo de la edición estadounidense, es más bien una introducción a la antropología que un relato dedicado a los pornógrafos. La anécdota que sirve de punto de partida al extraño devenir de Sabu, el personaje protagonista (que asegura, entre otras perlas, que realizar porno es ser “un asistente social” y que él “es mejor que un cura” para solventar ciertas necesidades), funciona de un modo ejemplar en el retrato de lo intrínsecamente “japonés” que desarrolla Imamura.


Buena parte de sus filmes, tal como confesó en varias ocasiones el director, no son fácilmente inteligibles si nos basamos sólo en el análisis de la puesta en escena (“el lenguaje universal del cine”, según célebre declaración de Jacques Rivette); pues el contexto cultural se nos antoja esencial en este caso para “comprender” los comportamientos de algunos individuos que bien podrían resultar arbitrarios para el espectador occidental. The Pornographers es, por esa razón, una película ciertamente difícil de aprehender; más si consideramos su tono jocoso que, por momentos, la aleja de otras producciones de cariz más “realista” del propio Imamura.


Considerando que estamos ante un trabajo que requiere más de un visionado, estimamos que se trata de una propuesta ciertamente singular, incluso en la variada trayectoria de su realizador. En apariencia, por su cariz místico -esa carpa en la que parece reencarnarse el difunto marido de Haru- recuerda a la posterior La anguila (1996). Si bien, el título que nos ocupa no tiene la acentuada comicidad de esta última. Se trata, entre otras muchas cosas, de una suculenta indagación en la cuestión económica y en su importancia en las relaciones entre japoneses (y seres humanos, en general). En una de las primeras secuencias del filme, los hijos de la compañera sentimental de Sabu valoran a este sólo por su contribución monetaria a la familia, ignorando su papel afectivo como padrastro y novio de su madre.


La hipocresía de tal declaración se irá confirmando en la segunda mitad del filme, en la que el protagonista sufrirá el escarnio familiar por la dudosa reputación de su profesión. Imamura seguirá, pese a su constante distanciamiento de los hechos, con cierta empatía la trayectoria de un Sabu que se alejará de la sociedad en búsqueda de una solución a las carencias afectivas de los hombres japoneses -le veremos incluso como un mad doctor construyendo una muñeca hinchable automática deseada por una multinacional- mientras se pregunta cómo retornar a su vida pasada.


Encuadrando constantemente a los personajes en espacios cerrados y cuadriculados -puertas, ventanas, peceras (¡)-, el cineasta antecederá los límites de unos personajes que parecen atrapados en una sociedad en transformación -la prohibición de la prostitución no es un tema baladí- que tiende a encerrar a los individuos marginales. Estos, incapaces de salir del cuadro, se convertirán en protagonistas de otro filme en un genial giro meta-cinematográfico que amplia aún más las lecturas de esta peculiar The Pornographers. Un título que bien serviría para demostrar el indudable talento estético de su realizador.