Paisaje sin redención
No dejan de ser curiosos los lazos que unen ciertas películas en nuestra memoria, de tal manera que, a veces, un encuadre, una mirada o un paisaje activan un recuerdo lejano y nos invitan a pensar en filmes, en imágenes, que antaño vimos y que ahora vuelven a la luz. Cuando esto ocurre, el plano en cuestión se pone en relación con los anteriores y se inscribe en nuestra genealogía particular donde los nexos visuales se producen en libertad, sin categorizaciones preestablecidas. Este tipo de conexiones personales se siguen produciendo con asiduidad, pero mucho me temo que, actualmente, los que escribimos sobre cine nos dejamos influir cada vez más por lo que les leemos a otros en la red y menos por lo que experimentamos en la sala. Tal es el mimetismo crítico que, en ocasiones, los textos se parecen mucho entre sí y, en vez de producirse un enriquecedor intercambio de impresiones online, se repiten conceptos similares hasta la saciedad.
Si revisamos, por ejemplo, lo publicado sobre El americano constataremos que un buen número de articulistas se limitan a citar a una triada infalible de autores (Melville, Antonioni y Jarmusch) que, al parecer de muchos, inspiran el segundo largo de Anton Corbijn y, a su vez, evidencian sus carencias. No seré yo el que rompa totalmente con esa unanimidad —los referentes no son descabellados, en tanto que indican por dónde van los tiros (nunca mejor dicho) en el filme—, pero sería absurdo obsesionarse en un ejercicio comparativo e ignorar que la película tiene otras lecturas posibles, alejadas de una tradición cinéfila acorde con los nombres citados. Sin ir más lejos, el realizador holandés —que, hasta hace muy poco, se ganaba únicamente la vida como fotógrafo— reconoce en varias entrevistas no haber visto demasiado cine y ser un aprendiz en el terreno. Por ello, las razonables similitudes estéticas de su trabajo con El silencio de un hombre, El reportero o Los límites del control pueden ser fruto de la casualidad: ni Corbijn aspira a jugar en la misma liga que aquellos títulos ni probablemente conoce la obra de sus autores con suficiente profundidad.
¿Qué es entonces El americano? Un thriller sosegado y sofisticado en el que el director no pretende epatar al personal con un ejercicio de estilo (aunque, en parte, su filme lo sea) sino sacar partido a un argumento muy manido (el de la novela Un caballero reservado, Martin Booth, 1990) con un notorio despoje de elementos superfluos del encuadre, cuidando al detalle la composición de cada plano. La precisa escena de acción inicial en la nieve o la detallada secuencia en la que se construye un arma son ejemplares en este sentido y marcan la diferencia, confirmando una vez más que el cómo es tan o más importante que el qué. Algo que, por cierto, ya ocurría en Control, el debut cinematográfico del realizador holandés dedicado al líder de Joy Division; un filme que, aun incluyendo varios elementos propios del biopic al uso, se ganaba al espectador gracias a la fotografía, el sonido y las medidas interpretaciones.
Este tipo de detalles se repiten, pues, en El americano, un trabajo en el que Corbijn, sin embargo, relega a un papel secundario la música (la melodía principal es más bien sutil y tiene menos peso que los efectos sonoros) y opta por apoyarse en los códigos del western, de los que se reconoce muy influenciado. No tanto porque incluya una cita directa a Sergio Leone, sino porque se afilia al género cinematográfico por excelencia desde la contemporaneidad. Quedémonos con tres imágenes ilustrativas al respecto: la llegada del forastero (George Clooney) observada con sospecha por los habitantes de un pueblo remoto, el encuentro con una prostituta (armada) en un local que bien podría pertenecer al viejo oeste, y los paseos solitarios de un forajido que parece necesitado de una redención que nunca llega. Si a todo ello le sumamos algún que otro tiroteo y varios elementos propios de una cinta de espías tenemos casi un "James Bond" crepuscular y vaciado, una película de acción condensada donde no hay ni buenos ni malos, ni instituciones ni corporaciones, sólo individuos en una partida en la que enamorarse es, cómo no, el mayor de los riesgos —ya saben lo mal que le fue al agente 007 cuando quiso casarse y sentar la cabeza.
En una de las secuencias iniciales del filme, el protagonista —asesino a sueldo y subministrador de armas— conduce a través de un túnel que separa la culpa de la redención, el blanco del naranja, Suecia de Italia. Logra llegar a la región montañosa de Los Abruzos dispuesto a olvidar, a resituarse, pero, tal y como les ocurría a los desorientados personajes de Genova o Escondidos en Brujas, hay algo que le persigue y que se percibe en su devenir por unas calles de aire medieval. Tanto da que sea americano (hay un par de buenos chistes sobre ello) y que, como tal, procure vivir el presente, porque no puede escapar de la historia, de Su historia. Un sacerdote se lo advierte y el paisaje nos lo confirma. Está atrapado por su pasado. Y aunque la película se vea lastrada por alguna escena inverosímil, por un par de subrayados simbólicos y por una historia de amor de escaso calado, logra transmitirnos ese estado de ánimo, esa imposible redención para un Clooney (para un cuerpo) al que veremos chocar con un entorno que no es (ni puede) ser el suyo.
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