Os dejo también una reseña de este pequeño clásico llamado Excalibur que ha salido, finalmente, en deuvedé:
El mito suele confundirse con la historia. Es algo que ha sucedido siempre y, a estas alturas, no nos vamos a rasgar las vestiduras por ello. Coincidiremos en que cada país que se precie sigue contando hoy con su propio relato idiosincrásico; con su propia leyenda que, partiendo de un hecho (más o menos) probado, da lugar a un imaginario muy definido y ensalza los (presuntos) valores nobles de un pueblo desde la épica. Podríamos pensar en el Quijote, en Beowulf, en Ulises o incluso en John Wayne. Pero también podríamos dar un paso más allá y evocar el universo ideado por John R.R.Tolkien que, aún no representando a ninguna nación en particular, dispone de sus propias lenguas, guerras, tradiciones y razas. Y no deja de conformar un imaginario (de innegables raíces cristianas y escandinavas) que, en un principio, quiso llenar el vacío mitológico de Gran Bretaña y que, a la postre, acabó llenando los sueños épicos de millones de lectores de todo el planeta. Entre ellos se encontraba el futuro cineasta John Boorman que persiguió durante toda su carrera la adaptación a la gran pantalla de la trilogía de El Señor de los Anillos. Sin embargo, a finales de los 70, cuando más cerca estuvo de concretar su objetivo, los derechos de autor se interpusieron en su camino y le obligaron a abandonar un proyecto que se presumía quimérico.
Habiendo ideado ya los decorados para el presunto filme tolkieniano, Boorman se implicó entonces en la producción y dirección de Excalibur, un nuevo acercamiento a la célebre obra de Thomas Malory, “La muerte de Arturo”, publicada a finales del siglo XV y que, en su momento, compiló parte de los relatos medievales alrededor de las hazañas de los caballeros de la mesa redonda. El responsable de Deliverance conseguía acercarse, así, al que sea quizás el otro mito británico por excelencia -El Señor de los Anillos, aparte- desde una perspectiva original. Pues no pretendía seguir una imposible (e innecesaria) rigurosidad histórica sino adoptar una mirada épica, fantástica y atemporal; donde la fuerza de la leyenda primase por encima del resto. Así nació el desbordante filme que nos ocupa, una película desigual, desproporcionada y, por momentos, inconexa que, pese a todo, conserva su fuerza en la inestimable entrega que palpita debajo de sus imperfectos fotogramas.
Serían muchos los aspectos a considerar en un análisis profundo del filme. Uno podría reseñar el constante uso -a modo de subrayado emotivo- de la extraordinaria música que acompaña las imágenes (Carmina Burana y piezas de Richard Wagner incluidas), dedicar páginas a la fisicidad de unos combates que destilan una brutalidad inaudita en la era actual de los FX, o recrearse en un elenco de magníficos intérpretes donde prima la declamación -casi teatral- de unos diálogos tan emocionantes como epatantes. Pero, quizás, de entre todos los méritos y deméritos de Excalibur, lo que al espectador de hoy más llame la atención del filme (positiva o negativamente) sea el personalísimo acabado estético de éste, absolutamente pop, demodè e incluso, por momentos, deliberadamente trash -las escenas gore y sexuales, inéditas en la versión censurada del filme-. Algo realmente sorprendente y que, bien justifica, la existencia de un atípico blockbuster como el que nos ocupa. Una obra que se tiñe de rojo en los atardeceres y se viste de verde en la naturaleza; un filme que, desde su colorista artificio, sabe atrapar el delirio, el impasse entre la vida y la muerte, entre el mito y la historia, entre el honor y la humillación. Una película, en definitiva, que respira vida y pasión.
Publicado en la sección de dvds de Cinearchivo