lunes, 24 de mayo de 2010

Transe: Lo mejor de los 2000s (y 2)


TRANSE (en "Lo mejor de la década en Miradas de Cine", segunda parte)

La Europa inaprensible


Mientras escribo estas líneas, el Banco Central Europeo se compromete a participar en un fondo económico de emergencia que, al parecer, además de salvar la decreciente cotización del euro, garantizará la liquidez de los países más débiles de la comunidad (España, Grecia, Portugal...) y ayudará a sortear el estado de crisis actual. Desconozco hasta dónde llegará esta medida extrema (ustedes mismos lo intuirán cuando lean este artículo) que algunos califican de histórica, pero lo cierto es que este gesto bancario bien merece una reflexión sobre la idea de Europa —sintetizada, por ahora, en los 27 estados que conforman la Unión Europea— que tantos ríos de tinta ha hecho correr en los últimos años. No pretendo ejercer de analista político, pero mucho me temo que, aunque se insufle optimismo a los mercados bursátiles, Bruselas seguirá quedando muy lejos del ciudadano de a pie y difícilmente podremos competir en la misma liga que Estados Unidos o China.

Una lástima. Porque algunos políticos —quizá remontándose a un pasado pretérito, quizá valorando los logros tras la Segunda Guerra Mundial, quizá imaginando que lo del esperanto sólo fue un desliz— aún confían en hallar (o construir) una añorada identidad europea que nos una, en vez de separarnos. No cuela. Y menos en tiempos de mestizaje, de tránsito hacia algo que se nos escapa, de fusión. Lejos de despachos ovales, de batallas retransmitidas por televisión y de cuentos multiculturales, la guerra continúa. Y es más cruenta que nunca. Los inmigrantes, claro, son los nuevos soldados. Los que, allí por donde vamos, intentan encontrarse a sí mismos mientras escapan del inagotable miedo al Otro; aquel al que tememos porque no comprendemos.

Por ello, aunque en los delirios de su protagonista lo parezca, Transe (Trance, Teresa Villaverde, 2006) no puede ser un cuento de hadas. Sino más bien un vía crucis que, tal como le gusta decir a su directora, nos hace pensar en el Infierno, descrito por una Santa Teresa de Jesús que en sus vivencias nada entiende de políticas de inmigración bienintencionadas. “Tengo miedo de morir y que nadie lo sepa”, exclama Sonia (Ana Moreira) mientras se prepara para dejar San Petersburgo y emprender su viaje hacia el Frente (hacia más allá de la frontera). No hay vuelta atrás y lo sabe. Pero merece la pena intentarlo. Procurar ser alguien. Aunque su recorrido por las carreteras secundarias del continente, resulte un salto al vacío. Sin red ni uniforme.

En su memoria, un pasado mítico. En su mochila, un visado. En su horizonte, lo desconocido. En su sueño, un príncipe de una Rusia que ya no existe. Alrededor, un bosque que se extiende, un viento que sopla y una placa de hielo que se resquebraja. Blancas, tan blancas como la nieve, son las primeras imágenes de un filme que, al igual que los más inaprensibles títulos contemporáneos —de Demonlover (Olivier Assayas, 2002) a Inland Empire (David Lynch, 2006)—, se nos escapa de las manos y nos cala los sentidos, arrastrándonos por un universo sin referencias geográficas, por distintas estancias donde el personaje (nuestro guía) se siente perdido, abolido por el espacio circundante. ¿Qué hacer? ¿Cómo escapar del laberinto? La cineasta portuguesa no nos lo pone fácil. El suyo es un cine de mutantes, de seres excluidos por la sociedad, de tipos que deben adaptarse para sobrevivir. Es también un microcosmos de miradas gélidas, planos sosegados y tramas elididas. Quizá Moreira, nuestra frágil e irrepetible Sonia, se las apañara en Vidas rotas (Os Mutantes, Teresa Villaverde, 1998), pero aquí el pastel es mucho mayor. Poco se puede hacer ante quien controla tus movimientos, tu cuerpo, tu precio. El mundo (tu mundo) se hunde. Y vamos a ser testigos de ello, sin concesiones.

Una imagen sintetiza tu tragedia. Estás sentada en un burdel. Te han maquillado y adornado con un vestido oscuro. Eres un objeto de deseo y la iluminación del local parece saberlo. Nada, sin embargo, logra engañarnos. Ni la festiva melodía que oímos de fondo. Ni tu belleza atroz. Tu rostro está absorto, ausente. Ya te has visto anulada como ser. Apenas sientes y ya no eres. Y por mucho que luego te mires en el espejo, ya no puedes reconocerte. El tuyo ha sido, quizás, un trayecto tremendista, si acaso extremo. Imposible para todos, pero posible para algunos. La fábula, aún más dolorosa, vuelve a asomar en tu final. Sabemos que has ido de Rusia a Portugal. Pero sólo has logrado vislumbrar un espejismo. Una imagen que no es sólo la de tu disolución sino también la de una Europa que, aunque la hayas cruzado, nunca ha existido como tal. Un continente que ahora, más que nunca, es tan sólo una ilusión. Un holograma —bien promocionado— en tu miseria diaria.

viernes, 21 de mayo de 2010

BAFF 2010: Colección de reseñas


Mientras en Cannes se discute si es mejor la de Godard, la de Api o la de Oliveira (o ninguna de las tres merece la pena, como piensan otros medios), aquí nos comemos las uñas y disfrutamos (o no) de las películas procedentes de grandes festivales que podemos ver en Barcelona.

Un buen escaparate es, sin duda, el BAFF, el festival de cine asiático por excelencia del que Antoni Peris y un servidor os sirven una extensa crónica de todo lo que vimos en Miradas de Cine. Dado que nos hemos repartido los filmes, os dejo aquí sólo los que he escrito yo.

Un abrazo a todos!

......

Wakaranai, de Masahiro Kobayashi (Japón, 2009). S.O.

Medio siglo después aún perdura vivo en el recuerdo el último plano de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959). Aquel donde el rostro congelado de Antoine Doinel (encarnado por un joven Jean-Pierre Leáud) venía a sintetizar una mirada distinta -salvaje y de una brutal intimidad- a la realidad circundante. Las cosas (para el cine y para el mundo) han cambiado mucho desde entonces, claro, pero Kobayashi es hoy quien recoge el testigo de Truffaut en el Japón contemporáneo y sigue a su Doinel particular, al que engancha su cámara y persigue con angustiosa tozudez. Lo esencial, aquí, no es atrapar un rostro sino más bien un cuerpo en constante movimiento, el de Kawai, un adolescente que, en sus inquietudes, no se aleja tanto de aquel muchacho francés. Si bien su panorama es harto más desolador, cuasi propio del cine de los Dardenne. No parece que, por mucho que lo intente, vaya a poder escapar de su situación. Lo prueba buscando alternativas a su exclusión social, a su pobreza y a su ausencia de referentes, pero por mucho que corra más allá de los límites de la cámara -huyendo, quizás, del registro testarudo del cineasta- acaba condenado a una reclusión, a un encierro capitalista que denuncia Kobayashi desde el verbo y el cuerpo. El logro, pese a las reminiscencias a otras obras y la tendencia a ciertos subrayados, es notable.

Weaving Girl, de Wang Quan'an (China, 2009). S.O.

No voy a ser el único que lo confiese, pero el primer nombre que se me vino a la cabeza viendo esta película fue el de Isabel Coixet. Pues el relato guarda un considerable parecido con el de Mi vida sin mí (2003) y conserva esa voluntad vitalista ante la llegada de la muerte. Hasta aquí los parecidos. Porque, alégrense, el filme Quan'an (que había dirigido antes La boda de Tuya) logra escapar de la gravedad melodramática de la catalana y opta por un tono, entre desencantado e irónico, que cala en el espectador cual melodía rugosa. Sí, el argumento es familiar. Y la puesta en escena y la denuncia social quedan lejos de la brillantez de un Jia Zhang Ke, pero este es un filme digno y con al menos un par de secuencias de alto calado emocional. Será que tengo debilidad por los breves encuentros amorosos y por los acercamientos a las ruinas (ya sean emocionales o de China), pero me sentí muy cercano a lo narrado y pensé en la posibilidad de disfrute de un espectador intermedio; no tan necesitado de autores radicales y sí de filmes que respeten su inteligencia mientras retratan el mundo que les rodea, con sencillez y cercanía.

Paju, de Park Chan-Ok (Corea del Sur, 2009) S.O.

Incomprensiblemente premiada en el último festival de Las Palmas, fue esta una de las cintas de menor interés de toda la sección competitiva. Pretendido retrato de la feminidad, estamos ante un drama con trasfondo incestuoso que esconde sus deficiencias en una construcción argumental tan alambicada como confusa en la que, flashbacks mediante, la cineasta pretende antes epatar que narrar desde la distancia justa. Los golpes de efecto están a la orden del día y sólo el interés de la directora por el entorno suburbano de Paju (localidad cercana a Seúl) consigue sugerirnos ideas de interés. Pues el filme, pese a su innegable torpeza narrativa y sus insuflas autorales, funciona como termómetro documental de toda una serie de conflictos que afectan a una zona del mundo que, como tantas otras (ejem), se ve perjudicada por la especulación inmobiliaria.

Au Revoir, Taipei, de Arvin Chen (Taiwán, E.E.U.U., 2010) S.O.

Será que no consumo suficiente cine oriental comercial, pero cuando entré en la sala mi imagen de Taipei estaba asociada a la obra de Tsai Ming Liang y a todo su retrato desencantado de los espacios urbanos. Al parecer, me equivocaba. El primer plano del filme, con el bello skyline de la capital taiwanesa, me hizo pensar en el Manhattan de Woody Allen y disuadió mis prejuicios. Por un instante, incluso imaginé que nos moveríamos en una comedia romántica de espíritu similar a la del neoyorquino. Nada de eso. La aclamada (por el público y el jurado) ganadora del Durián de Oro pertenece a otra categoría no del todo desdeñable: la de las películas absurdas. Tanto por su desatado humor -entre naif, físico e idiota- como por su propia condición de pieza irrelevante. Liviano y sin pretensiones, el filme agradece su tono relajado y escasamente pretencioso pero queda lejos de las expectativas (y las alabanzas) cosechadas. Sí, uno se echa unas risas con tres o cuatro de sus gags, con algún que otro baile y hasta sale de la sala tarareando una melodía pegajosa... pero poco más. Arvin Chen saca partido de un humor cercano al anime japonés muy del gusto del público catalán (aquí todos hemos crecido con mangas del país nipón), pero queda muy lejos de los referentes que se le atribuían: Linklater, Demy y Tati. Una verdadera decepción.

Karaoke, de Chris Chong (Malasia, 2009) S.O.

Los que me conocen saben de mi debilidad (de mi placer culpable, si prefieren) por los karaokes. Espacios a los que no suelo asistir como intérprete, pero que contienen un gran potencial cinematográfico al ser capaces de sublimar las emociones de los personajes, aglutinar grupos humanos de distinta condición y dar lugar a la catarsis colectiva. Que el debut de Chong se sitúe en un destartalado karaoke -y que varios personajes se dediquen a rodar clips musicales para este- era ya de por sí motivo de mi interés. Pero es que el filme en sí resultó ser una de las mayores sorpresas del festival, una obra enigmática, lúcida y sofisticada. A lo mejor, como me decía a la salida la compañera Anna Petrus, se trata de una película afrancesada, muy dirigida al público occidental y a los programadores de la Quincena de Cannes. Pero, aunque así fuera, tanto ella como yo salimos convencidos de haber dado con un cineasta capaz de heredar los modos de un Apichatpong Weerasethakul sin caer en la burda imitación. Con un admirable juego con la distancia -aquellos planos lejanos donde se percibe la presencia de un observador invisible, aquellos bailes cercanos de la cámara alrededor de unos rostros en claroscuro-, Chong viene a reflexionar sobre el inexorable paso del tiempo en una historia mínima donde un joven descubrirá, paseo digresivo por el bosque mediante, que su hogar ya no es el que conoció. Y que el mundo, muy a su pesar, se transforma. Muy recomendable y placentera. Una pequeña joya tan angustiosa como divertida.

Mother, de Bong Jong-Ho (Corea del Sur, 2009) Asian Selection

Debía suceder tarde o temprano. Por mucho que su curiosa pieza destacara en el discreto filme colectivo Tokyo! (V.V.A.A., 2008), Bong corría el riesgo de estancarse y Mother es, pese a su indudable interés, una prueba de ello, un síntoma de agotamiento. ¿A qué nos enfrentamos? Pues a una película que, al igual que otras tantas producciones coreanas, se adscribe gustosamente en aquello que algunos han conocido como hipergéneros. Esta vez son los códigos genéricos del cine negro, la comedia y el drama los que conviven sin alcanzar el equilibrio logrado en la excelente Memories of Murder (2003), cota irrepetible para el cineasta coreano que aquí se empeña en repetir la misma fórmula con unos ingredientes parecidos. No funciona. O, al menos, no del todo. Quizá por la necesidad de cerrar todos los senderos abiertos. Quizá porque desprende un cierto déjà vu. Quizá por algún que otro truco de guión. Quizá porque ya no nos atrapa. Y eso que la figura de una madre coraje, como símbolo de toda la ciudadanía coreana oprimida, funciona a la perfección. Hasta el punto que el crimen y la desmemoria no nos parecen tan graves ante lo inoperante del sistema. Tal es la ambigüedad de una propuesta que, aun no convenciéndonos, invita al debate.

Manila, de Raya Martin y Adolfo Borinaga Alix Jr. (Filipinas, 2009) S.E.Asiático

He aquí un inesperado díptico firmado (y rodado) al alimón que se inspira en dos clásicos del cine filipino: Manila by night (Ishmael Bernal, 1980) y Jaguar (Lino Brocka, 1979). Compartiendo a un mismo protagonista -el bello actor Piolo Pascual- que ejerce como objeto de deseo y álter ego de los cineastas, ambas piezas conversan en las calles de una Manila contemporánea donde, por mucho que la producción la maquille con un límpido blanco y negro, aún siguen vivas las tensiones que tanto atraparon a los autores clásicos homenajeados. Perjudicada por un cierto academicismo y por una marcada ausencia de ritmo en su primer tramo, la pieza tiene logros fugaces en su construcción del thriller y, muy especialmente, en su vertiente documental. Son precisamente los planos de los espacios urbanos, los pequeños detalles del entorno y algún que otro apunte estético lo más atractivo de esta propuesta fallida, limitada y rodada con una cierta desgana. Suerte que, en un par de sorpresivas apariciones a todo color, Lav Diaz le da un toque humorístico a todo un proyecto que, a nuestro entender, deja bastante que desear.

Manila by night, de Ishmael Bernal (Filipinas, 1980) S.E. Asiático

Es difícil dar con las palabras adecuadas para describir un filme de esta magnitud. Ni sus desmesurados 150 minutos filmados en vídeo de baja calidad ni las malas condiciones de la copia proyectada en el único pase del CCCB impidieron que esta fuera, para algunos de nosotros y quizá para los escasos espectadores, la película del festival. Una suerte de fresco monumental, deslavazado, hilarante y emotivo, sobre una Manila que, por lo que vemos, entró en un estado catatónico, libertario y atroz durante la década de los 80. Sin pensar en lo que dirán y llevando al límite las posibilidades expresivas de la cámara, Bernal supo atrapar el sentir de una comunidad. Poco importan sus errores técnicos, las escenas gratuitas y la infinidad de personajes, porque esta es una película de estados de ánimo, de vivencias al límite; de saunas y discotecas, de prostíbulos y drogas, de sexualidad y hedonismo, de petardos y disparos, de machismo y amor, de vida y muerte. Una obra festiva en la que, mientras recordamos al Fellini de La dolce vita (1960) y Roma (1972), incluso se nos pasa por la cabeza la movida madrileña y el primer Almodóvar. Aunque, claro, el panorama es, a su vez, terrible. Y, aunque huye de los discursos, Bernal sabe filtrar una vertiente trágica en la vida de una serie de seres sin escapatoria. Situados en el fin de su mundo.

Independencia, de Raya Martín (Francia, Filipinas, Bélgica, Holanda, 2009) S.E. Asiático

Ejercicio de memoria histórica y ensayo cinéfilo, Independencia es una de las piezas más accesibles (y logradas) de la prolífica trayectoria del joven Raya Martin. Optando esta vez por un metraje breve y adoptando fórmulas del cine silente, el cineasta filipino se remonta al pasado de su país y reflexiona sobre la representación justa de la invasión estadounidense. El loable objetivo del autor es restaurar la mirada del espectador, recuperando así la sencillez de los planos generales fijos y el relato breve de trasfondo naturalista. El peligro era caer en la momificación o, peor aún, en la pedantería. Martin salva esos escollos y, aun planteando una propuesta no apta para todos los paladares, logra que nos sintamos cerca de un tiempo que ya no volverá y, a su vez, vivamos en nuestra piel el terror de los oprimidos en una secuencia (la de la tormenta) que es toda una declaración de intenciones y un navajazo inolvidable a nuestras pupilas. Lástima que la vertiente oral -los diálogos, los cuentos- no esté a la altura de la puesta en escena y de la belleza de todos los planos (los impagables sueños). Algo que no impide que estemos ante un filme notable que merece los grandes calificativos que ha ido recibiendo allí por donde se ha proyectado.

The Housemaid, de Kim Ki-young (Corea del Sur, 1960) Focus en Corea del Sur

Entre los varios clásicos coreanos que programó esta edición del BAFF, este era el más invisible (aunque sea de un filme esencial en la historia de su país) y, probablemente, el más esperado. Éxito de público auspiciado por el apoyo de Martin Scorsese a la producción -que, por fortuna, ha sido restaurada digitalmente-, The Housemaid es, desde ya, una película de culto que bien justifica un festival. Antes de que el remake de Im Sang-soo acaparase los focos en Cannes 2010, fue de lo más apetecible disfrutar en una sala llena de lo que a algunos nos pareció una demencial relectura de Ensayo de un crimen (Luis Buñuel, 1955) sólo apta para cinéfagos. La trama es atroz y de un humor macabro que sorprenderá a más de uno. Pues el maquiavelismo de la niñera y el cinismo que empapa toda la producción contagian a un espectador que asiste a un thriller digno de una sesión de medianoche y, a su vez, rodado con una exquisitez inusual. El horror y el humor van de la mano y muchos dudamos que Kim se tomase del todo en serio su relato. Poco importa. La disfrutamos por sus detalles (ese veneno), sus miradas y sus giros repentinos. Y desde aquí, en vez de dedicarme a desgranar la historia, sólo me queda la opción de recomendarla. De ella, mi compañero de crónicas, Antoni Peris, opina que esta pieza inolvidable remite, además de a don Buñuel, a Preminger, Hitchcok y el dúo Zucker–Abrahams. No seré yo quien le desmienta. Tras verla, uno sabe que no todas las Mary Poppins son precisamente ingenuas...