No entraré aquí en elucubraciones mercantiles, pero sí me gustaría apuntar un aspecto en común (y que, en parte, explica su éxito) que detecto en las dos películas que nos ocupan. Y me refiero a la tensión que subyace en ambas. Según la primera acepción de la RAE, la tensión es "el estado de un cuerpo sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraen". En nuestro caso, ese cuerpo bien podría ser el cine popular (o lo que el espectador espera de éste) que tanto en Up como en Enemigos Públicos parece encontrarse en una apasionante encrucijada en la que, mientras mira de reojo su tradicional polo de atracción: el clasicismo, observa las posibilidades de un territorio fresco e innovador que, en su originalidad, incluso resulta chocante para el público.
Bien es cierto que en la producción de Pixar las concesiones a la tradición son mayores (esos apuntes sentimentales respecto al pasado del chico, ese desarrollo más previsible -pese a agradables sorpresas- del segundo tramo de la historia), pero sólo por el arranque de la película -superior incluso al de Walle- uno ya se da cuenta de las posibilidades reales de una narración más sofisticada que, aun con sus reminiscencias a la etapa silente, logra fluir nueva ante nuestra maltrecha mirada cinéfila.
Por otro lado, en Enemigos Públicos se va un poco más allá y el cineasta de Chicago se atreve a ignorar la psicología, romper con la recreación histórica, optar por los planos cerrados y hasta poner por delante las set-pieces al argumento. Todo ello en un relato donde, además, pretende reflexionar sobre la recurrente figura del mito (tanto real como cinematográfica). Quizás Mann peca de ambicioso (pese al brillante tramo final, su película se encalla en una cierta redundancia tras una avasalladora primera hora) y no logra todos sus objetivos, pero sí construye una de las cintas comerciales más desafiantes y deslumbrantes de este siglo. Pues en ella se percibe una extraña tensión entre lo que una vez fue el cine (el género negro clásico, por ejemplo) y lo que puede llegar a ser gracias a las posibilidades del presente. Consciente de ello, el personaje de Dillinger mira por última vez a su pasado cinematográfico en celuloide (encarnado por Clark Gable) para luego desvanecerse y dar paso a la era digital.
Tanto da que luego en el epílogo en el cuartel de policía se retorne al clasicismo y que en los carteles finales se recurra al historicismo (esa obsesión por explicar el devenir de los personajes reales) porque la jugada del cineasta y del personaje es maestra. Puede que, pese a todo, el hipotético espectador de a pie no salga tan satisfecho como en Up (no le han dado, precisamente, lo que esperaba de un thriller de época), pero sí ha logrado vislumbrar las posibilidades de un cine en constante tensión y que sutilmente se está transformado ante sus ojos.