jueves, 3 de febrero de 2011

Imamura y Bataille

Se siguen editando estupendas pelis de Shohei Imamura y esta vez tocan dos de sus obras más (re)conocidas: Lluvia negra y La balada de Narayama. Ambas tienen reseña en la sección de dvds de Cinearchivo. De la primera se encarga Tomás Fernández Valentí. De la segunda de ellas, un servidor. Es una de sus películas más accesibles, pero no por ello deja de ser un trabajo personal y muy subyugante.

La balada de Narayama

Tomada en su conjunto, la vida es el inmenso movimiento que componen reproducción y muerte. La vida no cesa de engendrar, pero es para aniquilar lo que engendra”. Demoledores palabras, las que Georges Bataille dejó por escrito en su ensayo El erotismo (1957), pero del todo pertinentes para plasmar el pensamiento del gran cineasta japonés Shohei Imamura, expresado en esta notable obra que es La balada de Narayama, quizás su película más reconocida en occidente.

Si uno se fija en los singulares motivos temáticos de este autor -del que Avalon lanzó un apetecible pack con tres de sus títulos primerizos (y brillantes) de los sesenta: The Insect Woman, Intentions of Murder y The Pornographers-, detectará que en su cine existe una preeminencia de lo animal, en tanto que Imamura no sitúa a la especie humana muy por encima del resto de las bestias. Somos, pues, para él, parte de ese “inmenso movimiento” al que se refiere el filósofo francés y, por mucho que nos esforcemos, no podemos escapar de nuestra verdadera condición primigenia. En esas se encuentran los personajes que habitan en la aldea remota del siglo XIX en la que se sitúa La balada de Narayama en donde, una y otra vez, la reproducción y la muerte se repiten en toda su crudeza. Es innegable que el trabajo, las prohibiciones y las creencias de los aldeanos japoneses les alejan ligeramente de los animales -que, en la concepción de Bataille, viven en el libre albedrío-, pero, aun así, sus métodos de subsistencia -que van del infanticidio al geronticidio- no dejan de confirmarnos que el hombre, en caso de no cubrir sus necesidades básicas, vuelve a ser animal.

Que un recién nacido sirva como abono de un arrozal o que un anciano sea abandonado (excusas espirituales mediante) en una montaña nevada para mantener el perfecto equilibrio en una población faltada de alimentos no debería, pues, escandalizarnos. La película no lo pretende. Porque, antes que armar un discurso de denuncia, Imamura opta por el análisis antropológico. Y sus logros, en este sentido, son considerables. La mirada del cineasta japonés es tan científica como cercana y nunca se impone a un espectador que asiste, con limpieza expositiva, a los acontecimientos -tan brutales como rutinarios- de una comunidad impregnada por la naturaleza circundante y, a su vez, marcada por la (i)lógica de una serie de ritos y costumbres que, a su manera, ayudan a hacer más llevadera la existencia de sus miembros disimulando que esta llegará algún día a su fin.

“La ley es la ley. Los sentimientos no mandan”. Orín, la anciana protagonista, asumirá su muerte cuando pida a su hijo ser llevada a la cima de Narayama para fallecer en paz. Su sacrificio voluntario puede resultar incomprensible para el espectador de hoy -ella, para más inri, está perfectamente sana y aún es “útil” para la sociedad-, pero no deja de ser la asunción de una norma; la muestra de una fe ciega en las leyes humanas frente a las naturales. Un gesto, en definitiva, sereno en su irracionalidad y que, aun siendo consecuencia de una tradición cruel, tiene mucho de valiente. Una valentía de la que, en ocasiones, carecen el resto de personajes del filme que tienden a comportarse literalmente como animales. Hasta el punto que Imamura se permite la licencia de trazar, con indudable lucidez y cierto sentido del humor, constantes paralelismos visuales entre sus actos cotidianos -sexuales y violentos, principalmente- y los del resto de especies habitan en la zona -ratas, aves, peces, búhos, polillas, zorros, ranas, etc. Las diferencias son aterradoramente mínimas.

Algo que me lleva a pensar que, mientras descubre las bajezas humanas en determinadas condiciones, el cineasta japonés respeta plenamente la decisión -¿el suicidio?- de Orín. Sabe que no hay vuelta de hoja: somos egoístas y, básicamente, nos reproducimos y morimos. Y, ante esta perspectiva, solo vislumbra dos opciones: la dignidad -ese abrazo entre madre e hijo- y la espiritualidad -ese reencuentro con los fantasmas-. Ambas se encuentran en esta anciana que condesa los conflictos de una película que no envejece y que, a su vez, permite lecturas imaginativas. Estudiar el rol de la serpiente como animal simbólico-mágico sería una de ellas...


1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya se que es un referente, pero nunca le encontre la gracia a esta pelicula. Mas bien me parece algo destinado a provocar, en una epoca en que esa palabra no era un circo