Uno es el cuerpo que despierta las atracciones de las dos féminas de la película: el del actor Andreas Müller, Markus en la ficción. Él está casado con Ella (Ilka Welz) y tiene un hijo. Son felices, pero algo empieza a quebrarse con un extraño sucidio. Desde ese momento -justo al inicio del filme- la directora ya empieza a hacer uso del que será el recurso más relevante de Nostalgia: la elipsis. Un mecanismo muy bien aprovechado que se repitirá en el genial giro final del filme y en la que -a mi modo de ver- es la secuencia clave del relato, aquella en la que tras una borracherra y una escena de sexo elididas se despierta el deseo del protagonista por Rose (Anett Dornbusch), la amante que completa el triángulo amoroso y sexual.
Subministrando sólo la información esencial al espectador, Grisebach va más allá del retrato de una cierta rutina (los tiempos muertos, la jornada laboral) y enfoca su mayor interés en las emociones que surgen del contacto físico entre los tres estupendos intérpretes. La cámara filma, sin inhibiciones, rostros y cuerpos en movimiento y consigue capturar la atracción de los personajes. Éstos se necesitan mútuamente y sólo hablan para verbalizar su deseo por el otro. A veces, sin embargo, se encuentran solos. Y para demostrarlo, la directora nos reserva un par de secuencias brillantes; aquella en la que Markus baila, absorto y desinhibido, al son de “Feel” de Robbie Williams y aquella en la que Ella rompe a llorar mientras ensaya con el coro de la parroquia. Dos instantes, bajo un fondo musical y sin apenas palabras, que nos desvelan un estado emocional sin necesidad de fatigosas explicaciones.
Tras un par de golpes dolorosos, la brevísima película (de apenas ochenta minutos sin los títulos de crédito) llega a su fin con un sorprendente diálogo autoreflexivo que nos obliga a replantearnos todo lo que hemos visto. Quizás el deseo y la muerte no estén tan lejos. Quizás la realidad y el mito no estén tan alejadas.
El texto podrá leerse este fin de semana en la sección de dvds de Cinearchivo
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