Buscando a Bardot
Tal como sucede en Irma Vep, la extraordinaria película de Olivier Assayas, El desprecio es, en esencia, la filmación de una mujer. O mejor, el rodaje auto-consciente de una actriz. Si Assayas enfrenta a Maggie Cheung con un entorno que no comprende, Godard revierte la carrera de Briggite Bardot mientras juega con todo lo que ella representa para el espectador. Ambos cineastas, que además ubican acertadamente sus ensayos en el mundo interno del cine, reflexionan sobre el mismo concepto del séptimo arte. Sobre el hecho que una representación evidente consiga reflejar el sentir de los espectadores. Quizás esta fascinación se produzca porque el cine «substituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos» (1). Pero lo cierto es que tanto Godard como Assayas consiguen —pese a desvelar todos los trucos que se esconden tras las cámaras— que nos creamos sus historias y que nos emocionemos con ellas. Cuestión de fe (y de belleza).
El caso es que, antes de filmar El desprecio, Briggite Bardot era más un sex symbol que una actriz. Uno de esos cuerpos que, más allá de gustar por su atractivo físico, fascinaban por todo lo que acarreaban detrás. Es decir, por el mito. Poco importaba el nivel de sus interpretaciones (en el caso de Bardot, más bien limitadas) porque el público iba en busca de algo más intangible. Consciente de ello, Godard aprovechó un golpe del destino (sus primeras obras triunfaron y un productor le ofreció la posibilidad de rodar esta película, cara y con estrellas) y puso en crisis la figura popular de B.B. En este sentido, su jugada es parecida a la de Rossellini con Ingrid Bergman. Y es que no sólo su actriz se acerca a una sala donde se proyecta Viaggio a Italia, es que se comporta de forma tan inesperada como la intérprete sueca. Bardot ya no es (sólo) una mujer voluptuosa y deseada. Es algo más. Harta quizás de su papel en la sociedad, el director francés le ofrece la posibilidad de huir de su encasillamiento. Y, en El desprecio, sus pudorosos desnudos y sus encuentros con la naturaleza (potenciados por un uso expresivo de la música que transforma siempre lo que vemos) le dan una nueva imagen más misteriosa, tan inalcanzable como su mito (o el de Penélope). A tan sorprendente transformación ayuda también el propio comportamiento de Camille (Bardot) que tanto renueva su aspecto con una peluca negra (¿acaso quiere ser Anna Karina?) como transgrede su vocabulario al insultar repetidamente a su pareja. Toda una serie de cambios que rompen con las expectativas del espectador y que confirman el poder que el cine tiene para definir la imagen pública de las personas filmadas.
El caso es que, antes de filmar El desprecio, Briggite Bardot era más un sex symbol que una actriz. Uno de esos cuerpos que, más allá de gustar por su atractivo físico, fascinaban por todo lo que acarreaban detrás. Es decir, por el mito. Poco importaba el nivel de sus interpretaciones (en el caso de Bardot, más bien limitadas) porque el público iba en busca de algo más intangible. Consciente de ello, Godard aprovechó un golpe del destino (sus primeras obras triunfaron y un productor le ofreció la posibilidad de rodar esta película, cara y con estrellas) y puso en crisis la figura popular de B.B. En este sentido, su jugada es parecida a la de Rossellini con Ingrid Bergman. Y es que no sólo su actriz se acerca a una sala donde se proyecta Viaggio a Italia, es que se comporta de forma tan inesperada como la intérprete sueca. Bardot ya no es (sólo) una mujer voluptuosa y deseada. Es algo más. Harta quizás de su papel en la sociedad, el director francés le ofrece la posibilidad de huir de su encasillamiento. Y, en El desprecio, sus pudorosos desnudos y sus encuentros con la naturaleza (potenciados por un uso expresivo de la música que transforma siempre lo que vemos) le dan una nueva imagen más misteriosa, tan inalcanzable como su mito (o el de Penélope). A tan sorprendente transformación ayuda también el propio comportamiento de Camille (Bardot) que tanto renueva su aspecto con una peluca negra (¿acaso quiere ser Anna Karina?) como transgrede su vocabulario al insultar repetidamente a su pareja. Toda una serie de cambios que rompen con las expectativas del espectador y que confirman el poder que el cine tiene para definir la imagen pública de las personas filmadas.
La reflexión de Godard sobre la representación no se limita, sin embargo, a la figura de la actriz. Su película es también un complejo ensayo meta-cinematográfico en el que —conservando un hilo narrativo— se evidencian (y se cuestionan) todos los mecanismos de la creación. Desde el uso de varios filtros y la reutilización de planos hasta la constante presencia de claquetas y cámaras, El desprecio desvela constantemente la artificiosidad de lo que cuenta. Un artificio que, pese a todo, acepta un espectador que no pierde casi nunca el interés por las varias historias que le están contando. Porque el filme -y aquí está una de las razones de su valía- es, además de una crítica política, una reflexión sobre el arte y un documental sobre Bardot, una magnífica historia de (des)amor. Un medido análisis de la desintegración de una pareja en la que, como tantas otras, la pérdida de la pasión da paso a un hastío tan incomprensible como irrevocable. Camille deja de querer a Paul (Piccoli) y ya no hay solución posible.
Por ello, aunque Godard sitúe el inicio de la crisis de la pareja en el instante en el que Paul acepta trabajar en la versión cinematográfica de La Odisea —en un claro asociamiento de la desintegración emocional con la decadencia artística del Hollywood capitalista—, los esfuerzos del protagonista por dar marcha atrás e intentar recuperar a su enamorada siempre serán en valde. Hasta el punto que la única solución (radical y egoísta) al rechazo femenino acabará siendo la muerte. Una venganza doble del destino (o de Godard) contra el desprecio de Camille a Paul y, de paso, contra la endiosada figura de un productor que impone sus designios a Fritz Lang y al resto de héroes de la película. Una revancha que libera artísticamente a los protagonistas masculinos, pero que viene a confirmar la incomprensión del hombre hacia las reacciones femeninas. Porque, al final, la mirada del cineasta francés, al igual que la de la mayoría de directores que filman a mujeres, denota la imposibilidad de desvelar del todo el sentir de éstas. Un misterio propio del cine del siglo XX y tan fascinante como el inefable rostro de Briggite Bardot.
1.Cita de André Bazin que aparece en la película.
El artículo puede leerse también en Cinearchivo
3 comentarios:
Magnífico comentario con el que estoy totalmente de acuerdo. Curiosamente, pusieron por aquí el miércoles en La casa encendida un documental de 9 minutos de Jacques Rozier sobre la relación Bardot/Godard a propósito de Le mépris. Desgraciadamente, hubo un contratiempo y me lo perdí, espero que vuelva a haber ocasión.
Un saludo!!
Hola Daniel,
Gracias por tu comentario. Ni idea de la existencia de ese documental que comentas. Intentaré dar con él.
Las relaciones entre acrtiz/director siempre me han parecido muy interesantes.Me pregunto, si en este siglo entrante, podremos gozar de relaciones igual de intensas entre una directora y un actor. Confiemos en que sí.
Saludos!
Te dejo el enlace del programa en el que lo ponían, dentro del ciclo "El cine piensa el arte". Creo que lo pusieron antes en Barcelona, en el CCCB.
http://www.lacasaencendida.es/LCE/lceCruce/0,0,73537_0_73537_10209$P1%3D16,00.html
La hizo dos años después de su celebérrima Adieu Philippine, que, por cierto, también tengo pendiente...
Un saludo!
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