Años ha, decía Godard que uno de los mayores fracasos del cine había sido no conseguir filmar el Holocausto. Y probablemente tenía razón. Aunque, ante ciertas situaciones, quizás la respuesta más lógica del artista sea guardar silencio. No tanto para negar la tragedia, para huir de la realidad, sino para evitar banalizarla en un tratamiento inadecuado, injusto, inmoral. Quizás, como bien nos recordaba uno de los personajes de la pieza teatral The History Boys, todo cambiará en unas décadas y, como tantas otras desgracias registradas en la Historia de la humanidad, los campos de concentración nazis serán pronto también una abstracción, un episodio horrible más en las páginas de un libro de texto escolar plagado de batallas, muertes, humillaciones y traiciones que, aparentemente, en poco afectan a nuestro presente y que son tratadas con absoluta arbritariedad en la ficción. Por ahora, sin embargo, el Holocausto sigue siendo un tema tabú, que hiere constantemente sensibilidades -aunque incluso algunos afirman que se ha convertido en el verdadero opio del pueblo de Israel- y que condiciona la política internacional. El peso de tal genocidio es tal que incluso ha facilitado el olvido popular de otras masacres más recientes y de calado muy similar en su brutalidad. Tanto en Yugoslavia, Armenia o, en el caso que ahora nos ocupa, Camboya. Y es que, a mi modo de ver, el punto de inflexión mundial -el límite de la brutalidad de la especie humana- que marcaron los incocebibles métodos del gobierno de Adolf Hitler no fue tal porque desde entonces (y pese al feliz establecimiento de la Unión Europea) se han ido sucediendo crímenes igual de terribles, pero que nadie osa comparar con el exterminio judío para no desvirtuar la idea de progreso moral en la que presuntamente vivimos. Precisamente por todo ello (y disculpen el rollo) es importante el estreno en España de una película como S-21:La máquina roja de matar de Rithy Panh, un documental esquivo y antiespectacular que afronta de frente (y siendo fiel al método de la célebre Shoah de Claude Lanzmann) la matanza de los Jemeres Rojos en un centro de torturas de Camboya. Un verdadero genocio (juzgado, tardíamente, en la actualidad) del que nunca encontraremos una imagen justa, pero ante el que se hace necesario reconstruir la memoria individual y colectiva antes que ésta se desvanezca y sus protagonistas (verdugos y víctimas) desaparezcan de la faz de la tierra sin haber hablado (pues aquí Panh aún confía en la palabra) de algo que allí sucedió y que, por mucho que indaguemos, escapa absolutamente a nuestra comprensión. Esta vez, el arte -no le queda otra- sólo puede ser testigo de esa perplejidad reflejada en los fantasmas que se arrastran por los pasillos del filme de Panh. Supongo que eso es mejor que nada. ¿Pero es que acaso alguien pensaba que el cine a estas alturas nos daría respuestas, nos ofrecería soluciones? Yo dudo que eso sea posible. Y por mucho que no se registren en celuloide (o en digital) los grandes desastres de nuestra era, nunca pensaré que S-21:La máquina roja de matar es la prueba de otro fracaso cinematográfico -el de no capturar otro genocidio- sino la invitación a una serie de preguntas que van más allá de su contexto y que nos incumben a todos.Veánla antes que también se olviden de ella los programadores. Les prometo que no se arrepetirán.







