Precisamente por todo ello (y disculpen el rollo) es importante el estreno en España de una película como S-21:La máquina roja de matar de Rithy Panh, un documental esquivo y antiespectacular que afronta de frente (y siendo fiel al método de la célebre Shoah de Claude Lanzmann) la matanza de los Jemeres Rojos en un centro de torturas de Camboya. Un verdadero genocio (juzgado, tardíamente, en la actualidad) del que nunca encontraremos una imagen justa, pero ante el que se hace necesario reconstruir la memoria individual y colectiva antes que ésta se desvanezca y sus protagonistas (verdugos y víctimas) desaparezcan de la faz de la tierra sin haber hablado (pues aquí Panh aún confía en la palabra) de algo que allí sucedió y que, por mucho que indaguemos, escapa absolutamente a nuestra comprensión. Esta vez, el arte -no le queda otra- sólo puede ser testigo de esa perplejidad reflejada en los fantasmas que se arrastran por los pasillos del filme de Panh. Supongo que eso es mejor que nada. ¿Pero es que acaso alguien pensaba que el cine a estas alturas nos daría respuestas, nos ofrecería soluciones? Yo dudo que eso sea posible. Y por mucho que no se registren en celuloide (o en digital) los grandes desastres de nuestra era, nunca pensaré que S-21:La máquina roja de matar es la prueba de otro fracaso cinematográfico -el de no capturar otro genocidio- sino la invitación a una serie de preguntas que van más allá de su contexto y que nos incumben a todos.Veánla antes que también se olviden de ella los programadores. Les prometo que no se arrepetirán.
martes, 24 de febrero de 2009
Filmar lo infilmable: Rithy Panh
Precisamente por todo ello (y disculpen el rollo) es importante el estreno en España de una película como S-21:La máquina roja de matar de Rithy Panh, un documental esquivo y antiespectacular que afronta de frente (y siendo fiel al método de la célebre Shoah de Claude Lanzmann) la matanza de los Jemeres Rojos en un centro de torturas de Camboya. Un verdadero genocio (juzgado, tardíamente, en la actualidad) del que nunca encontraremos una imagen justa, pero ante el que se hace necesario reconstruir la memoria individual y colectiva antes que ésta se desvanezca y sus protagonistas (verdugos y víctimas) desaparezcan de la faz de la tierra sin haber hablado (pues aquí Panh aún confía en la palabra) de algo que allí sucedió y que, por mucho que indaguemos, escapa absolutamente a nuestra comprensión. Esta vez, el arte -no le queda otra- sólo puede ser testigo de esa perplejidad reflejada en los fantasmas que se arrastran por los pasillos del filme de Panh. Supongo que eso es mejor que nada. ¿Pero es que acaso alguien pensaba que el cine a estas alturas nos daría respuestas, nos ofrecería soluciones? Yo dudo que eso sea posible. Y por mucho que no se registren en celuloide (o en digital) los grandes desastres de nuestra era, nunca pensaré que S-21:La máquina roja de matar es la prueba de otro fracaso cinematográfico -el de no capturar otro genocidio- sino la invitación a una serie de preguntas que van más allá de su contexto y que nos incumben a todos.Veánla antes que también se olviden de ella los programadores. Les prometo que no se arrepetirán.
lunes, 16 de febrero de 2009
El (curioso) caso de David Fincher
martes, 10 de febrero de 2009
Un cierto cine social ("a la francesa")
-Nacionalidad: francesa
-Presupuesto: medio
-Éxito de público y crítica: Ambas han triunfado en los César y en festivales internacionales.
-Hibridación genérica: Son ficciones, pero cuentan con actores no profesionales y están filmadas en los mismos lugares donde éstos habitan en la realidad.
-Estructura dramática atípica: Se parte de una descripción "objetiva" de un microcosmos muy concreto y luego el relato se focaliza, sutilmente, en uno de los conflictos planteados en la primera parte del filme.
-Compromiso social subyacente: Los directores se enfrentan al conflicto generacional, religioso, social y económico de su país, pero lo hacen sin ofrecer respuestas y sin caer en esquematismos. Conocen a fondo el tema y lo abordan con una naturalidad reveladora, sin ponerlo en primer plano.
-Equilibrio entre autoría y comercialidad: Son filmes en los que se tiene en cuenta al espectador, pero se asume que éste es inteligente y, por tanto, no debe ser insultado con mensajes obvios y reduccionistas por parte de los guionistas/directores. La puesta en escena personal, en este caso, no va reñida con la narratividad.
-Fe en la palabra: Cuando la mayor parte de grandes directores del presente guardan silencio, Cantet y Kechine no temen a los diálogos y verbalizan sus preocupaciones sin necesidad de resultar cansinos o reiterativos. Hasta el punto que, en ocasiones, parece que sus personajes hablen de sus miedos cómo nadie antes lo hubiese hecho y que, por ello, merezcan ser escuchados con la mayor de las atenciones.
-Duración del metraje no convencional: Gracias a un calculado trabajo de guión, ambos filmes se permiten el lujo de durar más de dos horas mientras tejen, sin que apenas nos demos cuenta, un arbolado emocional que nos atrapa y no nos suelta hasta el final del relato.
-Extrema rigurosidad formal: Aunque comparten el gusto por los primeros planos, por la captura de rostros expresivos, Cantet y Kechine toman dos posturas diferentes en su planteamiento estético. Ambas igual de rigurosas. Mientras el primero, propone un trabajo equilibrado de tiempos muy pautados (asumibles por todo tipo de espectadores) con un rodaje mediante tres cámaras en un único espacio (el instituto), el segundo va un poco más allá y juega con las expectativas del público al recurrir al constante alargamiento de las secuencias (generalmente conversaciones) que, en ocasiones, nos remiten a Pialat y a Cassavettes en su brutalidad y densidad, pero que sobre todo, nos invitan a una reflexión de carácter metalingüístico sobre las distintas formas posibles de capturar la realidad a través del lenguaje cinematográfico.
lunes, 2 de febrero de 2009
El caso Park Chan Wook
Park: El ego del cyborg
Suele suceder cada tantos años; una filmografía “exótica” se pone de moda. Es lo que sucedió con Irán a principios de los 90 y es lo que ha venido sucediendo con Corea del Sur en lo que llevamos de siglo. Sin embargo, como acontece con todos los “hypes” críticos, este último auge tiene también fecha de caducidad y este fatídico día está, por mucho que nos pese, a la vuelta de la esquina; si es que no ha llegado ya. La reciente proliferación de cine oriental en festivales y carteleras europeas (que incluye, además de producciones coreanas, películas chinas, japonesas, indias e incluso filipinas y tailandesas) podría parecer una buena noticia, una sana normalización; pero, a nuestro modo de ver, es más bien un signo de adocenamiento, una señal inequívoca de acomodamiento a unas fórmulas probadas -y no tan lejanas a las hollywoodienses- que ya no tienen el riesgo de antaño y que resultan fácilmente asumibles por un público occidental mínimamente curtido. Nada hay de malo en cocinar propuestas accesibles -dentro del cine que entendemos como “comercial” están muchas de las mejores obras de la historia-, pero creemos que ha llegado el momento de distinguir el grano de la paja y de advertir que no todo lo que nos llega de Corea (ni de ningún país, así, en abstracto) es bueno o interesante.
Harto quizás de redundar en el mismo tema y de ser acusado de autoplagio, Park se implicó en una realización radicalmente diferente: Soy un Cyborg. Una película también errática, pero que, al menos, nos demuestra que estamos ante un cineasta inquieto; preocupado por otros campos que nada tienen que ver con el análisis visceral y psicológico de la violencia propuesto -sin cortapistas- en su “trilogía de la venganza”. ¿Qué sucede, entonces, en esta nueva película? Pues que el cineasta coreano parece haberse tomado un respiro y, aun habiendo planteado una narración más agradecida para con una mayor gama de espectadores -aquí todo sucede en un universo de duermevela entre la locura y los sueños-, ha articulado un rompecabezas colorista y evasivo que, más que abrumar o encandilar, desconcierta. Desde que aparecen los (geniales) títulos de crédito y se escucha la evocadora melodía de Yeong-wook Jo -que nos remite a las mejores composiciones de Danny Elfman-, uno se inmiscue en un microcosmos propio de Terry Gilliam o del mismo Tim Burton, pero pronto el efecto fabulador se diluye por una cierta gratuidad en la construcción dramática -pesada y arítmica- que, pese a recurrir al constante recurso dinámico de flashbacks e inesperadas secuencias oníricas -alguna de ellas es extraordinaria (aquella, por ejemplo, en la que la protagonista empieza a disparar en el sanatorio convencida de ser en cyborg)-, no consigue enganchar al espectador, desapegado a los pocos minutos de unos personajes débilmente definidos.
Es cierto que el diseño de producción -con predomino de fondos y vestidos rojos, verdes y blancos- es abrumador y que no se puede requerir a un filme libérrimo -recordemos que Park sigue, hasta las últimas consecuencias de su montaje, la (i)lógica de los sueños y de los desvaríos mentales- una narración convencional, pero el guión (incomprensiblemente premiado en Sitges) hace aguas por todos lados y no consigue sostener un relato suicida; un verdadero salto al vacío plagado de buenas intenciones, pero aún menos conseguido que el de otro filme con el que guarda algunos parecidos: Tideland, de Terry Gilliam. Aparecen también en Soy un Cyborg las huellas de otras dos célebres películas: Alguien voló sobre el nido del cucú y La ciencia del sueño. Ambas mucho más conseguidas que la propuesta que nos ocupa; un filme en el que el cineasta coreano tampoco se olvida de su creciente ego y tiende a un cierto barroquismo formal -ralentís, congelados, constantes travellings circulares- que en nada ayuda a la construcción de una relación íntima entre dos protagonistas que, pese a resultar unos entrañables outsiders en busca de un lugar en un mundo mecanizado, nada hacen para que sintamos empatía por ellos. Una verdadera lástima.
Artículo publicado en Cinearchivo