Pack Seijun Suzuki (Avalon/Filmoteca Fnac)
Reivindicado por notorios sectores de la crítica y referencia ineludible para autores contemporáneos como Jim Jarmush o Quentin Tarantino, Suzuki era, hasta hoy, un célebre desconocido en España. La edición de tres de sus títulos más relevantes de la etapa en los estudios Nikkatsu viene a paliar esta notoria ausencia del que es, sin duda, uno de los autores de serie B más singulares que nunca han surgido de Japón. (Leer artículo con detalles en Cinearchivo o las reseñas a continuación)
Inspirándose libremente en una exitosa novela de Tajiro Tamuda ambientada en el Japón ocupado posterior a
Abocadas a una existencia desesperada, las coloristas prostitutas tienen una regla ineludible: no ofrecer sexo gratuitamente. El amor, por tanto, ha quedado relegado de sus vidas; pues, a falta de valores materiales, su cuerpo es lo único que tienen que ofrecer a los escasos ciudadanos con posibilidades económicas para contratar sus servicios (esencialmente, soldados estadounidenses). El atractivo de Shi dará lugar, por tanto, a los celos y al más temible de los castigos para la que decida acostarse con él sin dinero de por medio: la tortura y el escarnio público. El esperado dramatismo causado por todo este angustioso panorama (al que se añade el desquiciado retrato de una ciudad tan bulliciosa como miserable) nunca contaminará, sin embargo, la prosa de un Suzuki que, consciente de que su público esperaba de él cintas exploitation, dará rienda libre a su imaginación y no escatimará escenas pasadas de vueltas (la degollación de una vaca o un número musical) que restarán gravedad al conflicto íntimo y general.
Aun con su tono “festivo”, sería injusto menospreciar la capacidad turbadora de la película (que empieza con una mujer hambrienta en la calle) por alejarse de la rigurosidad de un Kenji Mizoguchi o un Mikio Naruse. Pues, ante todo, Gate of flesh ofrece una gráfica reivindicación de los placeres carnales (“En la vida no hay más que comer y amar”, dice uno de los personajes) que aparecen como la única alternativa factible en un mundo donde apenas es posible sobrevivir. Incorporando varios de los recursos estéticos que inundarán su obra posterior (superposiciones visuales, coreografías, saltos temporales abruptos, juegos con los focos), Suzuki da cuenta del poder plástico del cine y, a su vez, logra que una pequeña historia perdure en nuestras retinas, transmitiéndonos un fuerte deseo de vivir al límite de lo socialmente aceptable.
Tokyo Drifter (1966)
Si acaso uno de los ejercicios estéticos más deslumbrantes que el cine nunca ha mostrado en el uso del color -uno piensa en Douglas Sirk, en Stanley Donen o en R.W. Fassbinder-, sería fácil considerar Tokyo Drifter la obra cumbre del Suzuki más desatado y genuinamente pop. Algo que sólo cuestionarían sus últimos dos trabajos: Pistol Opera (2001) y Princess Raccoon (2005). Sea como fuere, es fácil constatar aquí una asombrosa depuración estética -a la que ayuda, y mucho, la dirección artística de Takeo Kimura- en la que los excesos (que siguen bien presentes) han sido reconducidos en pos de un relato milimétrico de acción que, aun conservando los elementos de los yakuza eiga, lleva al espectador por senderos inesperados donde (tal como ocurría paralelamente en los spaghetti westerns) lo lúdico no está enemistado con lo épico.
Una pegajosa canción -tarareada constantemente por el protagonista- será el emblema, el leitmotiv, de Tetsu, un yakuza errante (heredero de los samuráis sin clan) que intentará reformarse, asentarse en el mundo, bajo la protección de su capo, convertido ahora en apacible business man. Los golpes bajos -las guerras internas, las heridas no suturadas- darán pronto al traste con todas sus esperanzas y le obligarán a reaccionar, a resurgir cual ave fénix (ése es su apodo) en un Tokyo enamorado de su modernidad plagada de neones, clubs de swing e indumentarias de lo más elegantes.
Será en ese panorama -con su impecable americana azul cielo, eso sí- en el que Tetsu ejercerá de vagabundo (de drifter) en defensa de sus propios ideales y en enemistad progresiva con los que aún creía que eran sus aliados. Aunque le cueste aceptarlo, debe emprender su camino en solitario y no le será fácil. Si bien la pasión también tendrá un pequeño espacio en su vida; un oasis en forma de lujoso club nocturno; una suerte de Rick’s Café en el que canta seductoramente su amante, esperando ingenuamente una calma que nunca llegará. Perseguido y traicionado, Tetsu se moverá por los escenarios pensados por un Suzuki alejado de toda coherencia arquitectónica y guiado por un imaginario de ensueño donde el atardecer se pintará (literalmente) de naranja, el duelo fundirá las luces a negro y la presencia del perseguidor se iluminará en rojo.
Una lluvia de colores y de cromatismos (ya presentes, en menor medida, en Gate of flesh) que vendrán a determinar estados de ánimo de los personajes y que aparecerán en unas secuencias de acción trufadas de detalles (el susurro de la melodía para advertir la presencia de Tetsu en fuera de campo, la tensión en la maquinaria del desguace de coches) donde no importará tanto lo que sucede sino cómo sucede. Y es que tal como ocurre en algunos filmes de Brian de Palma (léase Femme Fatale, por ejemplo), el esteticismo extremo lo es también (casi) todo para un Suzuki que aquí, incluso, dedica un delirante homenaje a los saloons norteamericanos en una coreografiada secuencia donde luchan cabareteras, borrachos y pistoleros. Lo dicho. Una joya para quien quiera (quien sepa) disfrutarla.
Branded to kill (1967)
Fruto tanto de la irrepetible escena cinematográfica de su tiempo (en la que la nueva ola japonesa extremaba algunos de los preceptos de la nouvelle vague), esta película significó tanto el ostracismo de Suzuki durante muchos años (tras su realización fue expulsado de los estudios Nikkatsu al ser considerado, éste, un trabajo “poco comercial”) como el inicio de su reivindicación (a partir de los 80, especialmente) por la cinefilia occidental. Radical bienvenida al universo del cineasta japonés, Branded to kill es la más sofisticada e inabarcable de todas sus obras; la prueba viva de un director maduro que puso toda la carne en el asador y que se expresó en completa libertad.
No me atrevería a considerarla una pieza imprescindible de la historia del cine (“una obra maestra”, que dirán muchos de sus defensores), pero sí una de las cintas más bizarras y singulares a las que un espectador actual (o de cualquier época) puede enfrentarse. Quizá sus desvaríos y su estructura desequilibrada formen parte de su encanto (este es un filme que no puede juzgarse según los viejos patrones de “perfección” y “armonía”), pero, en ocasiones, restan fuerza a muchos de sus logros (esencialmente formales) e impiden el gozo plástico absoluto del público. Aun así, el visionado del filme sigue siendo hoy una experiencia antológica para todo cinéfago o connoisseur que se precie.
Dicho esto, permítanme que acuda a uno de los aforismos más celebrados de Jean Luc Godard. Aquél, según el cual, sólo son necesarios una chica (o varias) y una pistola (o más de una) para construir una película. Si le sumamos a esos elementos el imponente rostro -con incluso pómulos operados para resaltar su belleza (!)- del actor fetiche de Suzuki, Jo Shishido, ya tenemos la esencia de Branded to kill. Una película que vendría a ser a las cintas de yakuzas lo que Death Proof es a las de persecuciones automovilísticas: una deconstrucción, entre lúdica e intelectual, de los mecanismos del género que funciona tanto a un nivel visceral como reflexivo.
La fina trama gira alrededor de una inaprensible competición entre asesinos en serie (varios gángsteres discuten, en varias ocasiones, sobre quién es el “número
Tomando prestados elementos del género noir -el sofisticado B/N, la música jazz, la figura de la femme fatale, el tono fatalista-, el cineasta formula un universo propio e infranqueable -en el que la cámara se suele situar a una cierta distancia, para contemplar planos abiertos en los exteriores o geométricos encuadres en los enclaustrados interiores- donde sobresalen la impagable resolución de los crímenes -en pocos planos, de gran precisión, claridad y originalidad (ojo al asesinato por la tubería homenajeado posteriormente por el Jarmush de Ghost Dog)- y el singular diseño de los escenarios (entre Kafka y Brecht, por citar a autores occidentales). Todo con un delicioso gusto por lo jocoso -aquí no hay lugar a excesos intelectuales-, por lo bello y por lo que solemos llamar placeres culpables. Pocas veces la serie B estuvo tan cerca de la vanguardia.
2 comentarios:
Hola, gracias por tu blog, lo acabo de descubrir. En concreto, ya que estamos, la entrada sobre el director Suzuki, de quien aún no he visto ninguna película. Tu comentario me animará a encontrar alguna en DVD o en la Filmoteca (la verdad es que no "me bajo" nada de Internet...).
Aprovecho para presentarme, también, mi web, muy cinéfila (comentarios a 1500 títulos). Se llama:
www.elcineenquevivimos.es
Un saludo cinéfilo.
Luis Serrano
Hola,
Ya era hora que se editarán cosas de un cineasta como Suzuki en España. Parece que poco a poco se van editando cosas jugosas de la mano de Intermedio, Versus, Cameo o Avalon.
Un saludo y enhorabuena por el blog ;)
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