Bienvenidos a la casa de las gominolas
Mal que nos pese, todo vuelve. No se cansan de repetirlo los expertos en moda y el cine nos lo certifica constantemente. Será que los que fueron niños en los 80 empiezan a asumir cargos de responsabilidad y necesitan revivir mitos infantiles ante la inminente crisis de los 40, pero lo cierto es que Héroes parece un ingenua oda a una época que sólo es ideal porque en ella sus responsables aún no habían crecido. No en vano, el director del filme, Pau Freixas, nació en 1973 y su edulcorada película —que ha coescrito con el un tanto empalagoso Albert Espinosa (1974)— está impregnada por un imaginario ochentero que condiciona toda la ambientación y, al parecer, garantiza una buena acogida (premio del público en Málaga, ovación en Sitges) entre una gama de espectadores que, como él, forman parte de la que se ha conocido como la generación Goonies.
No tengo nada en contra los revivals. Es más, ni tan siquiera me molesta la tan denostada nostalgia en su justa dosis, pero lo de esta película buenista es para echarse a temblar. Y es que una cosa es sentir simpatía por la cultura pop de los 80 —yo soy el primero en bailar al ritmo de Alphaville y celebrar que un Joe Dante o un Michel Gondry recuperen el espíritu de aquellos años— y la otra construir un filme sin matices como el que nos ocupa, un trabajo que resultará naif e inverosímil para todos aquellos que observen la realidad desde una perspectiva mínimamente crítica.
El maniqueísmo de Héroes (y buena parte de sus lagunas en la construcción de personajes) queda patente en la caracterización (y el comportamiento) de los dos protagonistas adultos: uno (Brendemühl) acarrea todos los tics de un imposible yuppie que sólo piensa en una reunión de trabajo, el otro (Santolaria) pretende representar la inocencia de una soñadora (en realidad se trata de una niñata insoportable) que huye de responsabilidades y desea que todos sus días sean mágicos (sic). Ambos no son más que (involuntarias) caricaturas y su encuentro en la carretera sólo sirve, claro, para subrayar la función moralista del relato y advertirnos (golpes bajos de guión y cámaras lentas mediante) que nunca debemos dejar de ser niños; pues la pureza de nuestros veranos (azules) no debería desaparecer cuando nos asentemos en la sociedad adulta.
Aun así, el mayor problema de la película no es ni su apuesta deliberada por la inmadurez ni su tendencia constante a lo cursi sino más bien su absoluta impostura. Freixas y Espinosa no se molestan en esconder sus referentes —un póster de Una historia interminable o una escena nocturna que homenajea a E.T., el extraterrestre son guiños evidentes—, pero intentan hacernos creer que éste es un filme ubicado en la Cataluña rural de los 80 cuando, en realidad, todo lo narrado no es más que un pastiche de citas estadounidenses. De hecho, la sonrojante aparición de una pegatina con propaganda gubernamental (Parla en català) ya nos advierte, desde un buen principio, que estamos ante un producto industrial que, por mucho que se vista como una propuesta local (hay varios intérpretes doblados a un catalán de diccionario y papeles breves para actores catalanes televisivos), no es más que un refrito nostálgico que nada tiene de genuino.
Puede que todo ello se olvide cuando una niña celebra bailando que le han dado su primer beso o cuando un padre felicita a su hijo por ser un “pequeño Vaquilla”, pero durante el resto del metraje uno no deja de sentir vergüenza ajena no tanto ya por la falacia de la propuesta sino por sus pobres recursos formales (esa ampulosa música subrayando todas las escenas emotivas) y su literal destrozo de todo un cine (el producido por Spielberg y compañía en los 80) que, pese a sus defectos, tenía mayor nobleza que esta Héroes, una película con ínfulas pretenciosas y redentoras.
Y es que al final del filme, cuando escuchamos el discurso de Anna Lizaran (excelente actriz de teatro, por cierto) corriendo un tupido velo sobre la muerte e invitándonos a vivir (literalmente) en una cabaña alejada de la cruda realidad, uno lamenta haber pagado la entrada y desea que alguien sabotee esa conclusión reparadora. Quizás una célebre intervención de Homer Simpson hubiera sido pertinente para evidenciar lo absurdo de la situación: “¡Oh, mírame, Marge! ¡Estoy haciendo feliz a la gente! ¡Soy un hombre mágico, que vive en el país feliz, en una casa de gominola de la calle de la piruleta!”. Sarcasmos aparte, el mundo azucarado de Freixas y Espinosa no es tan distinto al que describe jocosamente el personaje de Matt Groening. Lástima que en Héroes la ironía brille por su ausencia…