Antes de que pierda el norte, os dejo una reseña un poco heterodoxa (publicada en Cinearchivo) del diccionario de actores en cuestión:
No recuerdo quién dijo que toda película es un documental sobre su propio rodaje. Pero tenía razón. Porque, además, cada filme suele ser también un documento sobre rostros, sobre cuerpos, sobre seres humanos. Solemos conocerlos como actores, pero lo que de ellos queda en nuestra memoria es algo más que el papel que interpretan; están los gestos, las sonrisas, las miradas, los andares. Instantes que de algún modo permanecen eternamente capturados, momificados, por un cinematógrafo que funciona como máquina del tiempo y que nos permite revivir fantasmas del pasado tantas veces como queramos. Algunos de estos espectros alcanzan, además, la categoría de mitos; de seres modélicos e intemporales que traspasan la barrera de la muerte. Ahí están, en el olimpo de los inmortales, Ingrid Bergman, Rita Hayworth, John Wayne o Marlene Dietrich. Todos intérpretes de una época -que, siendo muy generosos, podría abarcar desde los finales del cine mudo hasta los años 70- en la que una serie de actores -escándalos aparte- gozaban de un aura casi celestial que los convertía en intocables, en fuente de inspiración para mitómanos politeístas que descubrían en ellos a sus dioses (y diosas) particulares mientras crecían mirando hacia a la meca de Hollywood.
La postmodernidad, el implante definitivo de la televisión, la llegada de nuevas formas de ocio y la decadencia artística de la industria cinematográfica estadounidense acabaron de pronto con esa mitificación que se fue desvaneciendo considerablemente durante la década de los 80 y que, a día de hoy, parece fruto de una sociedad inocente y de un pasado falsamente legendario. Es cierto que, si nos fijamos bien, se siguen dando fenómenos púberes de lo más irracionales y desmesurados -ahí está el éxito de la serie de películas High School Musical-, pero parecen sólo caprichos adolescentes con fecha de caducidad que difícilmente perdurarán más allá de la veintena. Pues, para los cinéfilos que nacimos a partir de los 80, las estrellas de cine de nuestra generación ya no significan demasiado. No son más que seres simpáticos o ariscos, entrañables o apasionantes, pero nunca figuras sobrehumanas ni modelos de conducta. Ni tan siquiera presencias físicas que justifiquen el visionado de una película desapacible. En este panorama, no deja de ser sorprendente la proliferación de libros que reinciden en ese paraíso perdido y que nos incitan a comportamientos más propios de nuestros padres y abuelos. Quizás a ellos se dirige un manual tan completo como este Diccionario de Actores Cinematográficos que, tal como su nombre indica, “define” alfabéticamente a un millar de intérpretes (occidentales, mayormente estadounidenses y con la inevitable cuota española) que, según explica el autor de la obra, “han aportado algo a la historia del cine”.
Encomiable labor de documentación la de Manuel Gutiérrez Da Silva que en 658 páginas resume -en biografías de extensiones variables y siempre acompañadas de una foto, de un toque personal y de una (muy útil) filmografía completa de cada actor y actriz- las carreras de las personas que han hecho soñar a millones de espectadores frente una pantalla de cine. Incluyendo, asimismo, intérpretes consagrados de las últimas décadas -de Jean Claude Van Damme a Scarlett Johansson- que más que iconos socio-culturales son, a mi modo de ver, pasto de fenómenos fan e hijos propios de una época (la nuestra) en la que el arte se ha desacralizado, los referentes se han difuminado y el mirar hacia atrás es tan sólo un ejercicio nostálgico o incluso rancio. Pero, bueno, siempre nos quedará París. ¿O no?
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Carles