Es inevitable volver a Michael Haneke tras el estreno en nuestras salas de Funny Games U.S., la fotocopia estadounidense del clásico filme del director austríaco. Un auto-remake que nos obliga a cuestionarnos las nociones consumistas y éticas del arte. ¿Es lícita la jugada? ¿Nos la tenemos que tomar en serio? ¿No es un acto de pedantería creer que tu película original es inmejorable? ¿Banaliza Haneke la violencia que tanto critica? ¿Debemos los europeos criticar a la sociedad estadounidense sin conocerla a fondo? Las respuestas no son nada claras, pero, por ahora yo aún respeto al director austríaco. Aunque revisando sus películas percibo una vena moralista un tanto molesta...¿Qué pensáis vosotros?
Os dejo aquí una crítica que he escrito de Benny's Video para el especial dedicado al cineasta austríaco en Miradas de Cine (no os perdáis los textos de Adrian Martin y Alejandro Díaz).
El miedo en casa
Antes de hablar de Michael Haneke, escuchemos a Manoel de Oliveira: «Creo que un recurso relativamente fácil es la emoción, que siempre cae en el sentimentalismo. Cuando una persona está muy emocionada, se cierra a la razón. Yo creo que en las antiguas tragedias griegas, que todavía están en lo más alto de la expresión artística, se limitaba la emoción para que siempre prevaleciese la razón, para que se pudiese hacer una crítica, formular un juicio sobre aquello que se estaba viendo. (...) Cuando hay un exceso de sentimiento, se borra la razón, se quita el equilibrio de las cosas. Así que si mis películas son un poco frías, como las de Dreyer o Bresson, es porque muestran una manera particular de pensar, una ética. El cine comercial usa mucho los sentimientos, efectos emocionales, trucos fantasmagóricos, recursos sentimentales, muy dramáticos, sólo para producir emociones, para así controlar la razón de los espectadores. Y yo creo que eso no es arte. El hombre es un animal racional y no puede perder su razón» (1).
Recurrir a las lúcidas palabras del director portugués es siempre una opción clarividente ante la vorágine de consumo cultural en la que vivimos actualmente. Oliveira se enmarca en una larga tradición de poso humanista e ilustrado. Y sus reflexiones nos permiten vislumbrar una línea de trabajo seguida por varios de los cineastas más relevantes de la historia. Una dinastía de creadores a la que ideológicamente se puede adherir Haneke, un autor brillante que en plena era posmoderna sigue creyendo que sin ética no hay arte.
En El vídeo de Benny (Benny's Video, 1992), su segunda película, el cineasta austríaco establece un diálogo frontal con el espectador al que interpela e obliga a posicionarse ante lo que está viendo. El director da fe de su forma de entender el mundo a través de las elecciones estéticas y de las acciones de los personajes, pero más que imponer su mensaje prefiere advertir de un cierto estado de las cosas. Formula preguntas antes que da respuestas. Y aunque el crimen cometido por Benny resulta intolerable, su película no ofrece una interpretación unívoca para el comportamiento del protagonista. Unos dirán que es el acto de un psicópata. Otros culparán a los padres. Algunos asociarán el asesinato a la televisión. Y los más benevolentes creerán que fue un accidente propio de la inmadurez. Pero casi todos los espectadores se implicarán en el filme y entrarán de lleno en el debate abierto que plantea Haneke a propósito de la misteriosa naturaleza de la violencia humana. La reflexión del cineasta se extenderá, además, al ámbito de la representación y la película cuestionará tanto el papel de los medios de comunicación como del cine en su acercamiento a este terreno tan ambiguo y espinoso.
En la que es la secuencia más significativa de la película, el crimen aparecerá doblemente filtrado ante nuestros ojos. Tanto el monitor en el que en un plano fijo se visualiza y se escucha el asesinato —el trabajo con el sonido y el fuera de campo es aquí ejemplar— como la misma pantalla (de cine o televisión) a través de la estamos viendo El vídeo de Benny deberían ser suficientes para distanciarnos de la violencia. Y, sin embargo, no hacen más que acercarnos de ella. Los mecanismos de la representación están al descubierto, pero el miedo y la atracción se apoderan de nosotros. Lo que vemos no es real, pero lo parece. Y el director consigue que, a través de una secuencia breve sin apenas diálogos —Haneke no confía tanto en el poder de la palabra como el venerable Oliveira—, nos replanteemos nuestra actitud pasiva ante una violencia inquietante que brota diariamente tanto en nuestros hogares como en los lugares más remotos del planeta.
En este caso, el cineasta focaliza su atención en una familia de clase burguesa —“es lo que más conozco”, suele argumentar el austríaco en las entrevistas— a la que disecciona como si de un cirujano enfermizo se tratase. Sin alcanzar la hipnótica meticulosidad de El Séptimo Continente (Der Siebente Kontinent, 1989), el doctor descubre los cánceres de una sociedad en la que Benny parece más víctima que criminal aislado. A ritmo pausado, con constantes rimas visuales y desde un cinismo y frialdad difíciles de soportar —el joven filmando a su madre en el lavabo, los padres conversando sobre como deshacerse del cadáver—, la operación quirúrgica se llevará a cabo sin dejar apenas puntos de sutura. El rigor y la ética del director austríaco frenarán su vena moralista que apenas se vislumbrará en algunos diálogos —la referencia al “ketchup” de las películas de acción— y en un giro final que tiene más de castigo paternalista que de expiación sincera. Pequeños detalles que facilitarán la labor a quienes ven en El vídeo de Benny (y en toda la obra de Haneke) un discurso aleccionador e incluso conservador, pero que no limitarán los efectos de una película poderosa. Un filme angustioso que —más allá de despertar conciencias aburguesadas y de cuestionar un tanto injustamente las nuevas tecnologías— traspasa lo políticamente correcto y nos describe la violencia desde la serenidad y la distancia. No hay sentimentalismo en unos personajes hieráticos ni paños calientes en el mostrar una rutina (la nuestra) que tiene la violencia (física o psicológica) como un comportamiento asumido. Tanto como el ir a trabajar, el almorzar o el encender el televisor. Que Haneke nos pille confesados.
(1) Declaraciones recogidas en una interesante entrevista a Manoel de Oliveira a cargo de Hilario J. Rodíguez, Álvaro Arroba, Israel Diego y Daniel Vázquez Villamediana en el séptimo número de la intermitente revista Letras de Cine (2003).