Un lugar de encuentro en el que los mejores manjares y brebajes del planeta cine tienen su espacio reservado. Un antro en el que este tabernero exigente espera ansioso nuevas obras que le permitan discutir con todos los que vengan a echar un trago. No dejéis de entrar!
En Encuentros en el fin del mundo, el más reciente documental de Werner Herzog, el veterano cineasta alemán se enfrentaba a los límites de su propia existencia, a las comprensibles cuestiones metafísicas que todo ser humano debe afrontar durante la brevedad de su vida. Lo hacía, tal como siempre ha sido habitual en él, en un lugar remoto, alejado de la “contaminación” de la sociedad y sin otro equipaje que el saber acumulado tras años de viajes y descubrimientos. Era una nueva experiencia -vital y cinematográfica- propia de un verdadero antropólogo del cinematógrafo que ya en la década de los 70 demostró un progresivo interés por lo inalcanzable, por lo inaprensible. Hoy, la aparición en dvd de dos de sus más aclamadas obras de aquellos tiempos -Aguirre, la cólera de Dios y Nosferatu, el vampiro de la noche- nos permite vislumbrar, con mayor claridad, los primeros pasos en el camino emprendido por Herzog hacia las fronteras de la naturaleza humana.
Ambos filmes de ficción comparten, por ejemplo, un origen a caballo entre el mito y la realidad. Lope de Aguirre existió, sí, pero su historia no se desarrolló precisamente como nos la cuenta Herzog. Lo mismo puede decirse de un personaje tan excéntrico como la Condesa Báthory, inspiradora del célebre clásico literario de Bram Stoker y aquí ser vampírico encarnado por Klaus Kinski. El director de Munich demostraba con estas decisiones, por tanto, un interés por la reconstrucción histórica teñida de una cierta irrealidad y, asimismo, se mostraba muy permeable a las formas del documental que enriquecían la puesta en escena de unos relatos que se revelaban libres, espontáneos, propios de las corrientes renovadoras planteadas por lo que se vino a conocer como el “Nuevo Cine Alemán”. Sin embargo, más allá de las tramas y de las leyendas que envolvían los dos filmes -con metafóricos castillos encantados en ruinas y paraísos inexistentes como El Dorado-, lo que, quizás, no se detectó en su momento fue el espíritu de búsqueda que subyacía en sendas propuestas y que hoy se revela clarificador para el espectador que ha seguido atentamente la trayectoria de Herzog.
No sabemos si era consciente de ello, pero el responsable de Grizzly Man filmaba ya sus primeras películas para descubrir, para comprender. No se limitaba a contar una historia que le apetecía. Se dedicaba, también, a mostranos el documento de su propio viaje, su extrañamiento ante lo registrado y su fascinación -casi panteista- por la naturaleza y por la relación de ésta (y viceversa) con los seres humanos que intervenían en ella. No son casuales, por tanto, los muchos tiempos muertos que sabotean y enriquecen ambas producciones: rostros humanos quizás cansados por el propio rodaje, insertos de las corrientes del río, de las danzas de las nubes y de las lianas de la selva, ratas y monos escapando del agua. Instantes robados por la cámara, atmosféricos, que nos obligan a adoptar una mirada alucinada, contemplativa, y que tienen mucho que ver con una cierta “poética del misterio” que Herzog ha propuesto tantas veces en su filmografía. Así, pese a seguir siendo deudoras de ciertos códigos narrativos, tanto Nosferatu, el vampiro de la noche como, sobre todo, Aguirre, la cólera de Dios, siguen atrapándonos hoy por su considerable número de planos bellos en su rareza -un caballo solitario en el bosque, un funeral celebrado como un banquete, un barco en la copa de un árbol- que nos obligan a interrogarnos sobre el mundo que nos rodea y que nos dejan tan consternados como lo estaba aquel pingüino suicida que andaba sin rumbo hacia el abismo en una de las secuencias más enigmáticas de Encuentros en el fin del mundo.
Con un ligero retraso, hemos publicado en Miradas de Cine un completoresumen de lo que ha dado de sí el 2008 cinematográfico. Más allá de las graciosas votaciones, lo interesante es echarle un vistazo al considerable número de artículos publicados en este especial. Hay tanto textos dedicados a filmes olvidados por la vorágine del año como artículos más generales y/o personales.
Además de votar, yo he participado con un balance personal en el que he intentado huir de los resúmenes convencionales. Espero que sea de vuestro interés y que no se me haya ido la olla del todo con el artículo. Aquí os dejo las primeras líneas para que os hagáis una idea:
Milésimas. Segundos. Minutos. Horas. Días. Semanas. Meses. Años. Siempre me ha fascinado la matemática forma con la que los seres humanos ordenamos el caos e intentamos dar un sentido a algo tan imposible de calibrar como el tiempo. Pero lo hacemos. Al menos, en las sociedades occidentales que yo he llegado a conocer y en las que pienso mientras escribo unas líneas que aún no sé dónde me llevarán. No niego que el motivo original de este artículo es hacer balance de lo que ha dado de sí el 2008 cinematográfico, pero quedarme ahí sería tan vano como banal. Tan arbitrario como gratuito. ¿O es que alguien encuentra sentido hoy a ese vicio tan nuestro de clasificar, de ordenar, de canonizar algo tan intangible y subjetivo como el arte? Me diréis que ésa es, precisamente, la función que siempre han tenido los críticos; el rol de especialistas que definen el gusto, que ejercen de intermediarios entre la obra y el espectador. Pero no es así. Por mucho que se empeñe Jonathan Rosenbaum en su loable libro "Essential Movies". Y menos aún en unos tiempos en los que las nuevas tecnologías han facilitado el acceso a la cultura y los expertos de antaño han perdido su condición tradicional, viéndose obligados a reinventarse o a admitir, contra sus propios principios, que la suya ya no es la única verdad absoluta y que existen espectadores —en todas las disciplinas artísticas, pero sobre todo en una de tan joven como el cine— dispuestos a ofrecer recorridos alternativos y personales a unas enseñanzas que, de tan trilladas, de tan repetidas y asimiladas, han perdido ya su razón de ser y se han demostrado anquilosadas. El futuro es, por tanto, nuestro, de los cinéfilos. Somos deudores de las teorías del pasado, pero no creo que debamos ser esclavos de ellas. Múltiples experiencias y sensaciones han condicionado nuestros últimos 365 días de cine. Dejemos, sin miedo, que éstas hablen por nosotros y expresen las inquietudes e intuiciones que han ido creciendo progresivamente en nuestro interior. Sólo así seremos capaces de dar con un balance sincero y singular de otros doce meses que, casi sin avisar, ya han llegado a su fin. (...)
Empecemos el año con una decepción: Milk, el retorno a los grandes estudios de Gus Van Sant. Mientras su deliciosa (y accesible) Paranoid Park sigue inédita en las pantallas, este nuevo trabajo -mucho más discreto- llega mañana por todo lo alto a los cines españoles. Otra incongruencia más que, a estas alturas, ya no sorprende a nadie. Pero, bueno, aquí os dejo la breve crítica que he escrito de ella para Cinearchivo en la nueva sección de actualidad del portal.
Las difusas huellas del camaleón
Si nos seguimos fiando de la política de los autores, ubicar a Gus Van Sant no es un ejercicio precisamente fácil. Resiguiendo cronológicamente su trayectoria, uno se da de bruces con incongruencias, desatinos, sorpresas y giros inesperados. Pues, por mucho que queramos, al realizador de Todo por un sueño no se le puede clasificar tan cómodamente como a otros tantos cineastas de su generación. No es el máximo representante del queer cinema -Mala Noche- ni es el director indie por excelencia -My Drugstore Cowboy-. No es el aplicado artesano hollywoodense -El indomable Will Hunting- ni es el máximo exponente del cine del silencio -que tan bien representó en su “trilogía de la muerte”, compuesta por Gerry, Elephant y Last Days-. Es más bien, aventuramos, un tipo versátil, escurridizo, que -en estos tiempos de contratos cerrados e imposiciones- aún se puede permitir el lujo de filmar lo que le viene en gana mientras se va ganando defensores y detractores que, según sube la corriente, lo defienden o lo defenestran. Algo que, seguramente, volverá a suceder con Mi nombre es Harvey Milk, su nuevo trabajo que llega a nuestras pantallas tras haber acumulado todas las nominaciones habidas y por haber.
Se sabe que, desde su juventud, Van Sant iba detrás de este biopic dedicado a una de las figuras claves de la política estadouninense; del filme que hiciese justicia al trágico recorrido del que fuera el primer cargo público abiertamente homosexual de su país. Parece que, tras recuperar la fe en el relato narrativo -en su brumoso filme bisagra, Paranoid Park, aún inédito en España-, el realizador se sentía en forma para afrontar su empresa en unos grandes estudios y según los códigos convencionales (de montaje, guión, planificación y dirección de actores) que tanto había menospreciado desde la discreta Descubriendo a Forrester. La jugada, una vez visto el resultado, sólo le ha salido bien a medias. Porque aunque estemos ante un trabajo digno y ágil, mientras miramos la película nunca podemos borrar del todo la firma de quien está detrás del proyecto y lamentar que Mi nombre es Harvey Milk no se aleje apenas de los cánones de este tipo de producciones hagiográficas.
Sería absurdo pedirle a una superproducción el arrojo y la abstracción de experimentos tan anarrativos como Gerry, pero pensamos que Van Sant no debería haber ignorado los logros formales acumulados a lo largo de la última etapa de su filmografía y se podría haber atrevido a dar un paso hacia adelante en su retorno al “cine comercial”. Mi nombre es Harvey Milk es por tanto, a nuestro ver, una película menor, el contraplano tópico al otro acercamiento biográfico de Van Sant, propuesto en su suicida Last Days. De este modo, el mensaje ideológico acaba siendo la verdadera y única razón de ser de un filme que sólo se entiende en una época de cierto retorno a las ideologías progresistas y que -tal como ya se ha apuntado- bien serviría como emblema, como punta de lanza de la presunta Nueva América de las minorías y de la igualdad social que pretende el nuevo presidente estadounidense, Barack Obama. Por lo demás, es una pieza que huye de la sensiblería y que deja algunas huellas difusas del camaleónico cineasta que parió Elephant. Ahí están, por ejemplo, el exquisito encuentro, sutil y espontáneo, entre Sean Penn y James Franco, los interludios documentales, las proclamas políticas a todo color y, sobre todo, la resolución ensimisnada y bella del asesinato del protagonista. Una clausura, ésta, en los pasillos y que nos evoca repentinamente al Van Sant más arrebatador, pero que no impide que Mi nombre es Harvey Milk acabe resultando una película más entre las muchas producciones discretas amparadas bajo el temible slogan de estar “basadas en hechos reales”.