Al principio de Fraude (1972), la poderosa voz en off de Orson Welles nos promete que todo lo que veremos durante la siguiente hora será cierto…Ochenta minutos después, el cineasta reaparece para advertirnos que, aunque apenas nos hayamos dado cuenta, el tiempo citado se ha cumplido y que, por tanto, la realidad ya ha dado paso a la fabulación. O lo que es lo mismo, el documental se ha fundido con la ficción y de la mutación ha surgido un filme híbrido, libérrimo, donde dejan de tener sentido las (ilusas) fronteras entre lo verdadero y lo falso. El bello gesto de Welles es tan significativo como liberador. Pues legitima a todos los cineastas que, desde entonces (también antes), deciden manipular a su antojo los materiales de lo real y deformarlos hasta dar con formas artísticas rompedoras. Al menos, en un principio. Porque es evidente que todo experimento exitoso corre el riesgo de convertirse en convención. Tal como ha sucedido, por ejemplo, con los mockumentaries, un género que deriva de los hallazgos de Welles, pero que, progresivamente, ha perdido la frescura de antaño.
Frescura que, en cambio, sí retiene un trabajo tan emblemático como 24 Hour Party People en el que Winterbottom, aun siguiendo varios de los mecanismos canónicos del hoy tan manido «falso documental», se atreve a entrar tímidamente en el terreno metalingüístico abierto por el responsable de Ciudadano Kane (1942). Su jugada —que va mucho más allá de la broma sofisticada del Peter Jackson de Forgotten Silver (1995)— consiste en partir de una situación y unos personajes reales (el sonido madchester y sus mayores responsables) para dar paso a una ficción (con intérpretes que asumen los roles de los músicos y productores famosos) que, a su vez, tiene forma de un extenso reportaje televisivo auto-conciente en el que, por más inri, emergen (como extras) algunos de los auténticos protagonistas y se dan cita imágenes de archivo de la época. El presumible caos por tan asombrosa mezcolanza de registros (que se entiende mejor viéndola que leyéndola) es superado por el director gracias a un guión férreo (de Frank Cottrell Boyce) que dosifica la información al espectador, incorpora altas dosis de humor, ofrece montajes paralelos sugerentes y garantiza que la película llegue a buen puerto sin apenas inoportunas digresiones —como la innecesaria dramatización de la muerte de Ian Curtis— que disgreguen la mirada caleidoscópica plasmada por un Winterbottom en estado de gracia y dispuesto a capturar tanto a una ciudad como a su escena musical. (Seguir leyendo en Cinearchivo)
Artículo incluido en el especial dedicado en el portal al realizador británico
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